—No hay forma de salir —dijo ella, pero dio un paso adelante. Luego otro, vacilando, como si bajo cada pisada se abriera el negro vano del abismo, el vacío subterráneo. Sintió el contacto cálido y firme de la mano del hombre. Avanzaron.
Al cabo de un tiempo, que les pareció interminable, llegaron al tramo de escalera. Antes no había parecido tan empinada; los peldaños eran poco más que muescas resbaladizas en la roca. Pero subieron, y continuaron un poco más de prisa, porque ella sabía que el pasaje curvo se alargaba un trecho sin recodos laterales después de la escalera. Mientras tocaba con los dedos la pared de la izquierda para guiarse, encontró un hueco, una abertura. —Por aquí —musitó; pero él vaciló, cómo si algo en los movimientos de ella le hiciera dudar.
—No —bisbiseó ella, confundida—; no es éste, es el recodo siguiente a la izquierda. No sé. No recuerdo. No hay modo de salir.
—Vamos hacia la Cámara Pintada —dijo la voz serena en la oscuridad—. ¿Cuál es el camino?
—El recodo siguiente a la izquierda.
Tenar se adelantó. Recorrieron la larga curva, dejando atrás un pasadizo falso, hasta la bifurcación de la derecha que llevaba a la Cámara Pintada.
—Todo recto —susurró Tenar, y ahora se desenvolvía mejor en la gran maraña a oscuras, pues reconocía los pasadizos que desembocaban en la puerta de hierro, y cuyas vueltas y revueltas había contado centenares de veces; el extraño peso que le oprimía la cabeza no llegaba a confundirla, siempre y cuando no tratara de pensar. Pero cada vez se acercaba más a aquella cosa que pesaba sobre ella y la oprimía; y sentía las piernas tan cansadas y torpes que gimió una o dos veces mientras trataba de moverlas. Y junto a ella, el hombre respiraba profundamente y retenía el aliento, una y otra vez, como quien hace un esfuerzo titánico. De cuando en cuando su voz rompía el silencio, brusca o sosegada, con una frase o parte de una frase. Así llegaron por fin a la puerta de hierro; aterrorizada de pronto, ella alargó la mano. La puerta estaba abierta.
—¡De prisa! —dijo, y tiró de Ged haciéndolo pasar. Luego, ya al otro lado, se detuvo—. ¿Por qué estaba abierta? —preguntó.
—Porque tus Amos necesitan de tus manos para cerrarla. —Estamos llegando a… —Le falló la voz.
—Al centro de la oscuridad. Lo sé. Pero estamos fuera del Laberinto. ¿Qué salidas tiene la Cripta?
—Sólo una. La puerta por donde entraste no se abre desde dentro. Hay que atravesar la caverna y subir por los pasadizos hasta una puerta-trampa que da a una recámara del Trono. En el Palacio del Trono.
—Entonces tenemos que tomar ese camino.
—Pero ella está allí —murmuró la muchacha—. En la Cripta. En la caverna. Cavando en la fosa vacía. No puedo encontrarme otra vez con ella, ¡no puedo!
—Ya se habrá marchado.
—No puedo ir allí.
—Tenar, en este momento estoy sosteniendo el techo por encima de nuestras cabezas, impidiendo que los muros se cierren sobre nosotros, que el suelo se abra bajo nuestros pies. Lo he estado haciendo desde que pasamos el pozo, donde esperaba el sirviente. Si yo puedo contener el terremoto, ¿tienes tú miedo de enfrentarte conmigo a un ser humano? ¡Ten confianza en mí, como yo he confiado en ti! Ven conmigo ahora.
Avanzaron.
El túnel interminable se ensanchaba. Sintieron que entraban en un espacio más abierto, que la oscuridad se ahondaba. Estaban en la gran caverna bajo las Piedras Sepulcrales.
Empezaron a circundarla, sin apartarse del muro de la derecha. Tenar sólo había avanzado unos pocos pasos, cuando se detuvo.
—¿Qué es eso? —susurró con una voz apenas perceptible. En la inmensa burbuja de aire negro e inerte había un ruido: una vibración o un temblor, un sonido que se oía en la sangre y se sentía en los huesos. Bajo los dedos de Tenar, los muros cincelados por el tiempo trepidaban, trepidaban.
—Adelante —dijo, seca y tensa, la voz del hombre—. De prisa, Tenar.
Ella avanzó tropezando mientras su mente clamaba a gritos, una mente tan a oscuras y tan sacudida como aquella bóveda subterránea: «¡Perdonadme, oh mis Amos, vosotros los Sin Nombre, los arcaicos, perdonadme, perdonadme!».
Ninguna respuesta. Jamás había habido una respuesta.
Llegaron al pasadizo bajo el Palacio, treparon por la escalera, hasta los últimos peldaños, con la puerta trampa sobre ellos. Estaba cerrada, como ella la dejaba siempre. Apretó el resorte que la abría. No se abrió.
—El resorte se ha roto —dijo—. Está trabado. El subió hasta el final y empujó la trampa con la espalda. No se movió.
—No —dijo—, tiene un peso encima que impide levantarla.
—¿Podrás abrirla?
—Tal vez. Creo que ella nos está esperando arriba. ¿Hay hombres con ella?
—Duby y Uahto, y quizás otros guardianes; los hombres no entran ahí…
—No puedo echar un sortilegio de apertura, in^-movilizar a los que acechan arriba y resistir la voluntad de las tinieblas, todo ai mismo tiempo —dijo la voz tranquila y reflexiva—. Así que tendremos que probar la otra puerta, la de las piedras, la que abrí para entrar. ¿Ella sabe que no se abre desde dentro?
—Lo sabe, sí. Hizo que yo lo intentara una vez.
—Entonces, quizá no la tenga en cuenta. ¡Vamos! ¡Vamos, Tenar!
Ella se había dejado caer sobre los peldaños de piedra, que zumbaban y se estremecían como si debajo de ellos, en los abismos, estuviera vibrando la cuerda de un enorme arco.
—¿Qué es… ese temblor?
—Ven —dijo él, con tanta decisión y seguridad que ella obedeció, y casi arrastrándose recorrió otra vez los pasadizos y escaleras hasta la temible caverna.
A la entrada cayó sobre ella un peso tan grande de odio ciego y extremo, como el peso de la Tierra misma, que ella se encogió de terror y sin darse cuenta gritó en voz alta: —¡Están aquí! ¡Están aquí!
—Pues que sepan que nosotros también estamos aquí —dijo el hombre, y su vara y sus manos irradiaron una luz blanquísima que se quebró, como las olas del mar que se quiebran al sol, contra los mil diamantes de los muros y la bóveda del techo: un esplendor luminoso por el que los dos echaron a correr, cruzando en línea recta la gran caverna, mientras sus propias sombras se precipitaban hacia las tracerías blancas, las grietas centelleantes y la fosa abierta y vacía. Y corrieron hacia la puerta baja, por el túnel, encorvados, ella adelante y él siguiéndola. Allí, en el túnel, las rocas retumbaban y se movían bajo sus pies. Pero la luz continuaba acompañándolos, deslumbradora. Y cuando ella vio delante la superficie inanimada de la roca, oyó por encima del trueno de la tierra la voz de él que pronunciaba una palabra, y cuando cayó de rodillas la vara golpeó por encima de ella la piedra roja de la puerta cerrada. La piedra se encendió con una luz blanca y estalló en pedazos.
Afuera estaba el cielo, palideciendo hacia el amanecer, con algunas estrellas blancas, altas y frías.
Tenar vio las estrellas y sintió la brisa en la cara, pero no se puso de pie. Estaba agazapada, sobre., las manos y las rodillas, entre la tierra y el cielo.
El hombre, una figura extraña y sombría en la media luz que precede a la aurora, se volvió y la tomó por el brazo para levantarla. Tenía la cara negra y retorcida como la de un demonio. Ella retrocedió espantada, chillando con una voz ronca que no era la suya, como si tuviese la lengua muerta dentro de la boca: —¡No! ¡No! No me toques… Déjame… ¡Vete! —Y se alejó de él, arrastrándose hacia la boca desmoronada y sin labios de las Tumbas.
Ged aflojó la mano que la sujetaba y dijo si alzar la voz: —Por el anillo de que eres portadora, te ordeno que vengas, Tenar.
Ella vio la luz de las estrellas en la plata del anillo que llevaba en el brazo. Con los ojos clavados en aquella luz, se levantó tambaleándose. Puso su mano en la del hombre y fue con él. No podía caminar de prisa. Bajaron la colina. Detrás de ellos, la boca negra de las rocas dejó escapar un larguísimo quejido, un gruñido de odio y de dolor. Unas piedras cayeron alrededor de ellos. El suelo temblaba continuamente. Se alejaron, ella con los ojos fijos en la luz de las estrellas que centelleaban en su muñeca.