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—¿A qué distancia estamos del mar?

—Dos días y dos noches tardé en venir. Tardaremos más en ir.

—Soy fuerte —dijo ella.

—Eres fuerte y valiente. Pero tu compañero está cansado —dijo él con una sonrisa—. Y no tenemos mucho pan.

—¿Encontraremos agua?

—Mañana en las montañas.

—¿Podrás encontrar comida para nosotros? —preguntó ella, con cierta timidez e indecisión.

—Para cazar hace falta tiempo, y armas.

—Quiero decir, ya sabes, con encantamientos.

—Puedo llamar a un conejo —dijo él, atizando el fuego con una retorcida vara de enebro—. Ahora mismo, todo alrededor, los conejos están saliendo de las madrigueras. Es la hora de los conejos, el anochecer. Si llamara a alguno por el nombre, acudiría… Pero ¿te gustaría atrapar, desollar y guisar un conejo al que has llamado así? Tal vez si estuvieras muriéndote de hambre. Pero sería un abuso de confianza, creo yo.

—Sí. Yo pensaba que quizá podrías…

—Hacer aparecer una cena —dijo él—. Oh, podría. Y en vajilla de oro, si quieres. Pero eso es ilusión, y cuando comes ilusiones acabas más hambriento que antes. Lo mismo sería que te comieras tus propias palabras. —Durante un instante ella vio brillar los dientes blancos de Ged a la luz de la hoguera.

—Tu magia es singular —dijo con cierta dignidad, de igual a igual, de Sacerdotisa a Mago—. Por lo que parece, sólo sirve para cosas grandes.

Él agregó un poco de leña al fuego y las llamas estallaron en chisporroteos y crepitaciones, un juego de artificios que olía a enebro.

—¿De veras puedes llamar a un conejo? —preguntó Tenar de pronto.

—¿Quieres que lo haga?

Ella asintió.

El se apartó del fuego y dijo con voz queda hacia la oscuridad inmensa y estrellada: —Kebbo… O kebbo…

Silencio. Ningún sonido. Ningún movimiento. Y de pronto, en el linde mismo de la parpadeante luz de las llamas, apareció un ojo, redondo como un guijarro de azabache, muy cerca del suelo. La curva de un lomo peludo; una oreja, larga, levantada, atenta.

Ged habló otra vez. La oreja tembló, y una segunda oreja emergió repentinamente de las sombras; luego, el animalito se volvió y Tenar lo vio entero un instante, el brinco corto, ágil y sigiloso con que regresó despreocupado a sus ocupaciones nocturnas.

—¡Ahí —dijo ella, recuperando el aliento—. Qué encanto. —Y preguntó en seguida: —¿No podría hacerlo yo?

—Pues…

—Es un secreto —dijo ella, seria otra vez.

—El nombre del conejo es un secreto. Al menos, no se ha de pronunciar a la ligera, sin una razón. Pero lo que no es un secreto, sino más bien un don, o un misterio, entiendes, es el poder de convocar a alguien.

—Oh —dijo ella—. Y eso es lo que tú tienes. ¡Ahora comprendo! —Había una pasión en la voz de Tenar que la burla presunta no lograba esconder. Él la miró y no respondió.

En realidad, todavía estaba agotado por la lucha con los Sin Nombre: había consumido todas sus energías en aquellos túneles que se sacudían. Y aunque había ganado, no le quedaban ánimos para celebrarlo. Pronto volvió a acurrucarse, lo más cerca posible del fuego, y se durmió.

Tenar se quedó alimentando el fuego y contemplando las constelaciones invernales que centelleaban de horizonte a horizonte hasta que se adormeció mareada por el esplendor y el silencio.

Los dos despertaron. La hoguera estaba apagada. Las estrellas que Tenar había contemplado brillaban lejos ahora, más allá de las montañas, y otras nuevas habían asomado por el este. Los había despertado el frío, el frío seco de la noche desértica, el viento como un cuchillo de hielo. Un celaje de nubes cubría el cielo por el sudoeste.

La leña casi se había acabado. —En marcha —dijo Ged—. No tardará en amanecer. —Le castañeteaban los dientes y a ella le costaba entender lo que él decía. Echaron a andar, subiendo por la larga ladera del oeste. Los matorrales y las rocas parecían negros a la luz de las estrellas, y era fácil caminar, como si fuera de día. Después de un primer rato de frío, entraron en calor; dejaron de encogerse y tiritar, y empezaron a moverse más fácilmente. Al amanecer estaban ya en la primera elevación de las montañas que hasta entonces habían amurallado la vida de Tenar.

Hicieron alto en un bosquecillo con árboles de hojas doradas v temblorosas que aún pendían de las ramas. Él le dijo que eran chopos; ella no conocía más árboles que el enebro, los álamos enfermizos que crecían junto a las fuentes del río y los cuarenta manzanos del huerto del Lugar. Un pajarito gorjeaba débilmente entre los chopos: dii-dii. Bajo los árboles corría un riachuelo, estrecho pero ruidoso, turbulento entre las rocas y cascadas, demasiado revuelto para helarse. Tenar casi tuvo miedo. Estaba acostumbrada al desierto donde las cosas son silenciosas y se mueven despacio: ríos perezosos, sombras de nubes, buitres volando en círculos.

Se repartieron un pedazo de pan y una última migaja de queso como desayuno, descansaron un poco y continuaron subiendo.

Al anochecer el cielo estaba encapotado, soplaba el viento, y el frío era glacial. Acamparon en el valle de otro río, en un paraje donde abundaba la madera, y esta vez se calentaron con un vivaz fuego de leños.

Tenar era feliz. En el hueco de un tronco caído había encontrado el escondite de nueces de una ardilla: un par de libras de buenas nueces, de cáscara lisa, que Ged, desconociendo el nombre kargo, llamaba ubir. Ella las cascaba una por una sobre una piedra chata, y le pasaba al hombre una de cada dos.

—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí —dijo, mirando hacia el valle, ventoso y ya casi oscuro, entre las colinas—. Me gusta este sitio.

—Es un buen sitio —convino él.

—Aquí nunca viene nadie.

—No muy a menudo… Yo nací en las montañas —dijo él—, en la Montaña de Gont. Pasaremos por allí, en camino hacia Havnor, si navegamos por la ruta del norte. Es hermosa en invierno, elevándose toda blanca del mar, como una ola muy alta. Mi aldea estaba a la orilla de un riachuelo como éste. ¿Dónde naciste tú, Tenar?

—En el norte de Atuan, en Entat, me parece. No lo recuerdo.

—¿Tan pequeña eras cuando te llevaron?

—Tenía cinco años. Recuerdo un hogar encendido y… y nada más. —El se frotó el mentón, en el que le había crecido una barba rala, pero que al menos estaba limpio; a pesar del frío, los dos sé habían bañado en los arroyos de la montaña. Se frotó el mentón con una expresión pensativa y severa. Ella lo observaba, y jamás hubiera podido decir lo que ocurría entonces dentro de ella, a la luz del fuego, en el anochecer de la montaña.

—¿Qué vas a hacer en Havnor? —dijo él, hablándole al fuego, no a ella—. En verdad… y más de lo que yo creía… has vuelto a nacer.

Ella asintió y esbozó una sonrisa. Se sentía recién nacida.

—Al menos tendrás que aprender el idioma.

—¿Tu idioma?

—Sí.

—Me gustaría.

—Bien, entonces… Esto es kabat —y echó una piedrecita al regazo de la túnica negra de Tenar.

Kabat. ¿En la lengua dragontiana?

—No, no. ¡No se trata de que eches sortilegios, sino de que hables con otros hombres y mujeres!

—¿Pero cómo se dice guijarro en la lengua de los dragones?

Tolk —dijo él—. Pero no voy a hacer de ti mi aprendiz de hechicero. Quiero enseñarte la lengua que se habla en el Archipiélago, en los Países del Interior. Yo tuve que aprender la tuya antes de venir aquí.

—La hablas de un modo raro.

—No lo dudo. Ahora, arkemmi kabat —y extendió las manos para que ella le diera el guijarro.