Cuando estuvieron lejos de los bajíos, Ged desarmó los remos y plantó el mástil. La barca le parecía a Tenar muy pequeña, ahora que ella estaba dentro y el mar alrededor.
Ged izó la vela. Todos los aparejos parecían muy usados y gastados, pero la vela, de un color rojo descolorido, había sido remendada con esmero y la barca estaba limpia y ordenada. Eran como el dueño: habían ido a sitios remotos, y no habían sido tratados con dulzura.
—Ahora —dijo él—, ahora estamos lejos, ahora estamos a salvo, ¡hemos escapado, Tenar! ¿No lo sientes?
Ella lo sentía. La mano tenebrosa que durante toda la vida le oprimiera el corazón, la había soltado ahora. Pero no sentía alegría, no como en las montañas. Metió la cabeza entre las manos y lloró, y las lágrimas saladas le mojaron la cara. Lloró por los años que había perdido esclavizada a un mal inútil. Lloraba de dolor, porque era libre.
Lo que estaba empezando a descubrir era el peso de la libertad. La libertad es una carga pesada, extraña y abrumadora para el espíritu que ha de llevarla. No es cómoda. No es un regalo que se recibe, sino una elección que se hace, y la elección puede ser difícil. El camino asciende hacia la luz; pero el viajero que soporta la carga acaso no llegue jamás a la meta.
Ged la dejó llorar, y no la consoló, y tampoco cuando ella dejó de llorar y se sentó y volvió los ojos hacia las costas bajas y azules de Atuan. El tenía el rostro serio y atento, como si estuviera solo; vigilando la vela y el timón, ágil y silencioso, mirando siempre hacia adelante.
Por la tarde, le señaló un punto a la derecha del sol, hacia el que ahora navegaban. —Eso es Ka-rego-At —dijo, y Tenar miró y vio a lo lejos los contornos de unas colinas que eran como nubes, la gran isla del Dios-Rey. Atuan había desaparecido detrás de ellos. Tenar sentía un gran peso en el corazón. El sol le golpeaba los ojos como un martillo de oro.
La cena consistió en pan seco y pescado ahumado seco, que a Tenar le pareció repugnante, y agua del barril de la barca, que Ged había llenado la víspera en un arroyo de Cabo Nube. Pronto la fría noche de invierno cayó sobre el mar. Al norte, en la lejanía, vieron durante un rato unos diminutos destellos de luz, los fuegos amarillentos de las aldeas costeras de Karego-At. Y cuando las luces se desvanecieron entre la bruma que se levantó del océano, quedaron solos en la noche sin estrellas, sobre las aguas profundas.
Tenar se había acurrucado en la popa; Ged estaba echado en la proa, con la barrica de agua por almohada. La barca avanzaba serenamente y la mar tendida le palmeaba los costados, aunque sólo soplaba una leve brisa del sur. Allí, lejos de las orillas rocosas, también el mar era silencioso; no se oía más que un débil susurro, cuando las aguas tocaban la barca.
—Si el viento viene del sur —dijo Tenar, susurrando porque el mar susurraba—, el barco va hacia el norte, ¿verdad?
—Sí, a menos que navegáramos de bolina. Pero he puesto en la vela viento de magia, para ir hacia el oeste. Mañana por la mañana habremos salido de las aguas kargas. Entonces navegaremos con el viento del mundo.
—¿La barca se gobierna sola?
—Sí —respondió Ged con gravedad—, si se le dan las instrucciones adecuadas. No necesita muchas. Ha navegado por el mar abierto, más allá de la última isla del Confín del Levante; ha estado en Selidor, donde murió Erreth-Akbé, en el remoto Oeste. Es una barca sabia y astuta, mi Miralejos. Puedes confiar en ella.
Tendida en la embarcación que la magia guiaba por el mar inmenso, Tenar miraba la oscuridad. Toda su vida había escudriñado las tinieblas; pero ésta, la de esta noche en medio del mar, era una oscuridad más vasta. Una negrura sin fin. Allí no había techo. Se extendía más allá de las estrellas. Ningún poder terrenal la animaba. Era anterior a la luz y seguiría allí cuando ya no hubiera luz. Era anterior a la vida y seguiría allí después de la vida. Se extendía más allá del mal.
Habló en la oscuridad: —Aquella isla pequeña, donde te regalaron el talismán, ¿está en este mar?
—Sí —respondió la voz de él desde la oscuridad—. En alguna parte. Al sur, tal vez. No sé si volvería a encontrarla.
—Yo sé quién era ella, la vieja que te regaló el anillo.
—¿Lo sabes?
—Me contaron la historia. Es parte del saber de la Primera Sacerdotisa. Thar me la contó, la primera vez delante de Kossil, y luego a solas con más detenimiento. Fue la última vez que habló conmigo, antes de morir. Había en Hupun una casa noble que se opuso al ascenso de los Sumos Sacerdotes de Awabath. El fundador de la casa fue el Rey Thoreg; y entre los tesoros que dejó a sus descendientes estaba la mitad del anillo, que Erreth-Akbé le había regalado.
—Eso mismo es lo que se narra en la Gesta de Erreth-Akbé. Dice… traducido a tu lengua dice así: «Cuando el anillo se rompió, una mitad quedó en manos del Sumo Sacerdote Intathin, y la otra mitad en la mano del héroe. Y el Sumo Sacerdote envió la mitad que él tenía a los Sin Nombre, a los Arcanos de la Tierra, en Atuan, y allí quedó en la oscuridad, en los lugares perdidos. Pero Erreth-Akbé puso la otra mitad en manos de la doncella Tiarath, hija del rey sabio, diciendo: “Que permanezca a la luz en la dote de la doncella, y que permanezca en esta tierra hasta que las mitades se junten”. Así habló el héroe antes de hacerse a la mar hacia el oeste.
—Entonces tiene que haber pasado de hija en hija a lo largo de los años en esa casa. No se perdió, como creía la gente de tu pueblo. Pero mientras los Sacerdotes Supremos se erigían en Sacerdotes-Reyes, y luego cuando éstos fundaron el Imperio y empezaron a hacerse llamar Dioses-Reyes, la casa de Thoreg se fue empobreciendo y debilitando. Y al fin, eso fue lo que me contó Thar, sólo quedaron dos de la estirpe de Thoreg, dos niños pequeños, un varón y una niña. El Dios-Rey de Awabath era en ese entonces el padre del que reina ahora. Hizo que sacaran a los niños del palacio de Hupun. Según una profecía, un descendiente de Thoreg de Hupun destruiría el Imperio, y eso lo aterrorizaba. Ordenó que raptaran a los niños y los llevaran a una isla desierta, perdida en medio del mar, y que los abandonaran allí sin otra cosa que las ropas que vestían y unos pocos víveres. No se atrevió a matarlos estrangulándolos, ni con el puñal o el veneno, pues eran de sangre real, y el asesinato de reyes entraña una maldición, incluso para los dioses. Se llamaban Ensar y Anthil. Fue Anthil quien te regaló el anillo roto.
Ged calló un largo rato. —Así se cierra la historia —dijo al fin—, lo mismo que el anillo. Pero es una historia cruel, Tenar. Los niños, aquella isla, el anciano y la anciana que yo vi… Apenas si hablaban como seres humanos.
—Quisiera pedirte algo.
—Pide.
—No quiero ir a los Países del Interior, a Havnor. Mi sitio no está allí, en las grandes ciudades, entre desconocidos. No pertenezco a ningún país. He traicionado a mi pueblo. No tengo pueblo. He cometido un acto abominable. Déjame sola en una isla, como dejaron a los hijos del rey, en una isla solitaria donde no viva gente, donde no haya nadie. Déjame y lleva tú el anillo a Havnor. Es tuyo, no mío. No tiene nada que ver conmigo. Ni tampoco la gente de tu pueblo. ¡Déjame sola!
Lentamente, poco a poco, y sin embargo sobresaltándola, una luz asomó como una pequeña luna en la oscuridad de delante: la luz mágica que obedecía a la llamada de Ged. Flotaba en el extremo de la vara que él sostenía en alto, mirando a Tenar desde la proa. Iluminaba la parte baja de la vela, y las regalas, y la cara de él, con un resplandor plateado. Él la miraba a los ojos.
—¿Qué mal has hecho tú, Tenar?
—Ordené que encerraran a tres hombres en una cámara bajo el Trono y que los dejaran morir de hambre. Murieron de hambre y de sed. Murieron y están enterrados en la Cripta. Las Piedras Sepulcrales cayeron sobre sus tumbas. —Calló.