—Déjate caer por el lado de los hombres —musitó Arha, y las dos chiquillas, ágiles como lagartijas, se deslizaron por la cara externa del muro hasta quedar colgando por debajo del borde, invisibles desde el interior. Oyeron acercarse las lentas pisadas de Manan.
—¡Uhú! ¡Uhú! ¡Cara de patata! —canturreó Arha en un susurro burlón, tan débil como el silbido del viento sobre las hierbas.
Los pesados pasos se detuvieron. —¡Hola! —dijo la voz ambigua—. ¿Pequeña? ¿Arha?
Silencio.
Manan siguió caminando.
—¡Uu-huu! ¡Cara de patata!
—¡Uhú, panza de patata! —la imitó Penta, y gimió sofocando la risa.
—¿Hay alguien ahí? Silencio.
—Bueno, bueno, bueno —suspiró el eunuco, y los lentos pies siguieron adelante. Cuando hubo desaparecido detrás de la ladera, las niñas volvieron a encaramarse en lo alto del muro. Penta tenía la cara roja de risa y sudor, pero Arha parecía furiosa.
—¡Ese viejo carnero estúpido me persigue por todas partes!
—Tiene que hacerlo —le dijo Penta, conciliadora—. Es su trabajo, velar por ti.
—Aquellos a quienes yo sirvo velan por mí. A ellos tengo que complacer; sólo a ellos y a nadie más. Esas viejas y esos mitad hombres, tendrían todos que dejarme tranquila. ¡Yo soy la Sacerdotisa Única!
Penta se quedó mirándola. —Ya, Arha —dijo con voz débil—, ya sé que lo eres.
—Pues tendrían que dejarme en paz. ¡Y no darme órdenes a todas horas!
Penta no dijo nada durante un rato, pero suspiró y siguió sentada, balanceando las piernas rollizas y contemplando las vastas y descoloridas tierras que subían tan poco a poco hasta el horizonte, alto, borroso e inmenso.
—Bien sabes que muy pronto serás tú quien dé las órdenes —dijo al cabo, en voz baja—. Dentro de dos años ya no seremos niñas. Tendremos catorce años. Yo iré al templo del Dios-Rey y todo seguirá más o menos igual. Pero entonces tú serás de verdad la Suma Sacerdotisa. Y hasta Kossil y Thar tendrán que obedecerte.
La Devorada no respondió. Tenía la cara tensa, y bajo las cejas oscuras los ojos reflejaban el pálido resplandor de la luz del cielo.
—Tendríamos que volver —dijo Penta.
—No.
—Pero la maestra dé los telares podría decírselo a Thar. Y pronto será la hora de los Nueve Cánticos.
—Yo me quedo aquí. Y tú también te quedas.
—A ti no te castigarán, pero a mí sí —dijo Penta con su dulzura habitual. Arha no respondió. Penta suspiró y no se movió. El sol se iba hundiendo en las altas brumas de la llanura. Muy lejos, en el largo y suave declive de los campos, tintineaban débilmente las esquilas de las ovejas y balaban los corderos. Él viento primaveral soplaba en ráfagas ligeras, secas, aromáticas.
Los Nueve Cánticos ya casi habían terminado cuando las dos niñas regresaron. Mebbeth las había visto sentadas en el «Muro de los Hombres» y había dado cuenta a su superior, Kossil, la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey.
Kossil era de pies pesados, de cara grave. Les habló a las dos niñas sin la menor expresión en el rostro ni en la voz, y les ordenó que la siguieran. Las condujo por los corredores de piedra de la Casa Grande, salieron por la puerta principal y subieron la cuesta hasta el Templo de Atwan y Wu-luah. Allí habló con la Suma Sacerdotisa del templo, Thar, alta, seca y enjuta como una pata de gamo.
Kossil dijo a Penta: —Quítate la túnica.
Azotó a la niña con un haz de varas de caña que le lastimaron la piel. Penta soportó el castigo con paciencia y lágrimas silenciosas. La enviaron de vuelta a la tejeduría sin cenar, y el día siguiente también lo pasaría en ayunas. —Si volvemos a encontrarte otra vez encaramada en el Muro de los Hombres —dijo Kossil—, te sucederán cosas mucho peores que ésta. ¿Has entendido, Penta? —La voz de Kossil era suave, pero no bondadosa. Penta dijo: —Sí —y echó a correr, encogiéndose y retorciéndose de dolor cuando la tela áspera de la túnica le rozaba las llagas de la espalda.
Arha había presenciado el castigo de pie junto a Thar. Ahora observaba cómo Kossil limpiaba las cañas del látigo.
Thar le dijo: —No es propio de ti que se te vea trepando y correteando con las otras niñas. Tú eres Arha.
Malhumorada y hosca, Arha no respondió.
—Es mejor que sólo hagas lo que tienes que hacer. Tú eres Arha.
Por un instante, la niña alzó la mirada al rostro de Thar, y luego al de Kossil, y sus ojos eran como abismos pavorosos de rabia y odio.
Pero la enjuta sacerdotisa no se inmutó; insistió por el contrarío inclinándose hacia adelante y diciendo casi en un susurro: —Tú eres Arha. No queda nada. Todo lo demás ha sido devorado.
—Todo ha sido devorado —repitió entonces la niña, como lo había repetido todos los días, desde que tenía seis años.
Thar inclinó levemente la cabeza, y también Kossil, mientras apartaba el látigo. La niña no la saludó; dio media vuelta y se alejó con aire sumiso.
Después de cenar patatas y cebollas tiernas, consumidas en silencio en el estrecho y sombrío refectorio, después de cantar los himnos vespertinos y de poner sobre las puertas las palabras sagradas, y después del breve Ritual del Inefable, las tareas del día habían concluido. Ahora las niñas podían subir al dormitorio y jugar con varillas y dados mientras durase encendida la única vela de junco, y cuchichear de cama a cama en la oscuridad. Como todas las noches, Arha se encaminó por los patios y rampas del Lugar hacia la Casa Pequeña, donde dormía sola.
La brisa nocturna era apacible. Las estrellas de la primavera brillaban apretadas, como las margaritas en los prados, como el centelleo de la luz sobre el mar en abril. Pero ella no tenía recuerdos de prados ni de mares. No alzó los ojos.
—¡Hola, pequeña!
—Manan —dijo la niña, indiferente. La gran sombra se le acercó arrastrando los pies; la cabezota calva reflejaba la luz de las estrellas.
—¿Te han castigado?
—A mí no pueden castigarme.
—No… claro que no…
—Ellas no pueden castigarme. No se atreven.
Manan continuaba de pie, desdibujado y voluminoso con las grandes manos caídas a los lados. Arha sentía el olor a cebollas silvestres, a sudor y salvia que despedían las ropas del hombre, negras y raídas, desgarradas en los bajos y demasiado cortas para él.
—No pueden tocarme. Yo soy Arha —dijo la niña con una voz estridente y salvaje, y se echó a llorar.
Las manos grandes y expectantes se alzaron y la atrajeron, la estrecharon con ternura, le acariciaron los cabellos trenzados. —Bueno, bueno. Pequeño panal de miel, mi pequeña… —Ella oía un murmullo ronco muy dentro del amplio pecho de Manan, y lo abrazó. Pronto dejó de llorar, pero continuó aferrada a Manan como si no pudiera sostenerse en pie.
—Pobre pequeña —murmuró él, y alzando a la niña la llevó hasta el portal de la casa donde dormía sola y la puso en el suelo.
—¿Te encuentras bien ahora, pequeña? Ella asintió en silencio, se apañó de él, y entró en la casa oscura.
3. Los prisioneros
Los pasos de Kossil resonaban regulares y deliberados en el vestíbulo de la Casa Pequeña. La figura alta y corpulenta llenó el vano de la puerta de la alcoba, pareció que se encogía cuando la sacerdotisa se inclinó y tocó el suelo con una rodilla, y volvió a crecer cuando ella se incorporó erguida y tiesa.
—Señora.
—¿Qué pasa, Kossil?
—Se me ha permitido, hasta ahora, ocuparme de ciertas cosas que pertenecen al dominio de los Sin Nombre. Si le parece, ya es tiempo de que mi señora aprenda, y vea, y se haga cargo de todos esos asuntos que aún no ha recordado en esta vida.