A medida que el diario va avanzando, Cecilia empieza a apartarse de sus hermanas y, de hecho, de todo tipo de narración personal. La primera persona del singular desaparece casi por completo, con un efecto bastante parecido al de la cámara apartándose de los personajes al final de una película para mostrar, a través de una serie de fundidos, la casa, la calle, la ciudad, el país y, finalmente, el planeta, que no sólo los empequeñece sino que acaba borrándolos. Su prosa precoz se centra en cuestiones impersonales, el anuncio del indio lloroso que rema con su canoa por un río contaminado o el recuento de cadáveres de la guerra nocturna. En el último tercio del diario presenta dos estados de ánimo alternantes. En los pasajes románticos, Cecilia se lamenta desesperadamente de la desaparición de nuestros olmos. En los cínicos insinúa que los árboles no están enfermos y que la deforestación no es más que una conjura «para dejarlo todo arrasado». Afloran referencias ocasionales a una u otra teoría sobre conspiraciones -los Illuminati, el complejo Militar-Industrial-, pero sólo se trata de estratagemas, como si los nombres no fueran más que vagos contaminantes químicos. De la invectiva pasa sin solución de continuidad a la ensoñación poética. Son muy bonitos, en nuestra opinión, un par de versos de un poema sobre el verano, que no llegó a acabar:
Los árboles son pulmones que de aire se llenan, mi hermana, la mala, peina mi cabellera.
El fragmento está fechado el 26 de junio, tres días después de su regreso del hospital, cuando solíamos verla tumbada en el jardín delantero.
Se sabe muy poco acerca del estado mental de Cecilia en el último día de su vida. Según el señor Lisbon, parecía contenta con la fiesta. Cuando él bajó al sótano para ver cómo marchaban los preparativos, la encontró subida a una silla, atando globos al techo con cintas rojas y azules.
– Le dije que se bajara porque el médico había dicho que no levantara las manos más arriba de la cabeza. A causa de los puntos.
Cecilia obedeció la orden y pasó el día entero tumbada en la alfombra de su cuarto contemplando el móvil del zodíaco y escuchando los extraños discos de música celta que había comprado por correo.
– Siempre había una voz de soprano que hablaba de pantanos y de rosas mustias.
Aquella música tan melancólica había alarmado al señor Lisbon cuando la comparó con las melodías alegres de su juventud, pese a que al cruzar el pasillo comprobó que no era mucho peor que los aullidos de la música rock que escuchaba Lux o incluso que los berridos inhumanos que surgían de la radio de Therese.
A partir de las dos de la tarde, Cecilia se sumergió en la bañera. No era extraño en ella que tomase baños maratonianos pero, después de lo ocurrido la última vez, el señor y la señora Lisbon ya no corrían riesgos.
– Le hacíamos dejar la puerta entornada -dijo la señora Lisbon-. A ella no le gustaba, naturalmente. Y ahora tenía nuevos argumentos, porque el psiquiatra había dicho que Ceel estaba en una edad en la que se necesita gozar de intimidad.
Durante la tarde el señor Lisbon buscó mil excusas para acercarse al cuarto de baño.
– Esperaba hasta que oía ruido de chapoteo y entonces seguía mi camino. Por supuesto, habíamos retirado del cuarto de baño todos los objetos cortantes.
A las cuatro y media, la señora Lisbon envió a Lux arriba para que viera lo que hacía Cecilia. Cuando Lux bajó dijo que estaba muy tranquila, en el comportamiento de su hermanita no había nada que despertara la menor sospecha de lo que haría aquel día.
– Está perfectamente -dijo Lux-. El cuarto apesta a esas sales de baño que utiliza.
A las cinco y media Cecilia salió del cuarto de baño y fue a vestirse para la fiesta. La señora Lisbon la oyó ir y venir de una habitación a otra de sus hermanas. (Bonnie compartía el cuarto con Mary; Therese, con Lux.) El tintineo de sus brazaletes era un alivio para sus padres, porque les permitía estar al tanto de sus movimientos como ocurre con esos cascabeles que se cuelgan al cuello de los animales domésticos. De vez en cuando, antes de que nosotros llegásemos, el señor Lisbon seguía oyendo el tintineo de los brazaletes de Cecilia mientras subía y bajaba por las escaleras y se probaba diferentes zapatos.
Según lo que el señor y la señora Lisbon nos dijeron posteriormente en diferentes ocasiones y en diferentes estados de ánimo, durante la fiesta no advirtieron nada extraño en el comportamiento de Cecilia.
– Siempre estaba tranquila cuando se encontraba en compañía de gente -explicó la señora Lisbon.
Tal vez por su falta de costumbre de contacto social, el señor y la señora Lisbon recordaban la fiesta como un éxito. De hecho, la señora Lisbon se sorprendió cuando Cecilia le pidió que le permitiera retirarse.
– Me figuraba que lo estaba pasando bien.
Tampoco entonces las hermanas se comportaron como si sospecharan lo que iba a ocurrir. Tom Faheem recuerda que Mary le habló de que pensaba comprarse un vestido sin mangas en Penney's. Therese y Tim Winer, por su parte, hablaron de que les preocupaba no poder ingresar en una universidad de la lvy League.
Gracias a los indicios que fuimos descubriendo más tarde, resultó que Cecilia no había ido a su cuarto con la rapidez que supusimos primero. Entre el momento en que nos dejó y antes de subir las escaleras se tomó tiempo, por ejemplo, para beberse una lata de zumo de pera (dejó la lata en la cocina, perforada con un solo agujero, contrariamente al método prescrito por la señora Lisbon). Ya fuera antes o después del zumo, se acercó a la puerta trasera de la casa.
– Me figuré que se iba de viaje, porque llevaba una maleta -comentó la señora Pitzenberger.
La maleta no apareció por ninguna parte y sólo nos explicamos el testimonio de la señora Pitzenberger como una alucinación propia de alguien que usa gafas bifocales o como una profecía de los suicidios que ocurrirían después, en los que las maletas tuvieron un papel tan importante. Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que la señora Pitzenberger vio a Cecilia cerca de la puerta trasera de la casa y que el hecho ocurrió sólo unos segundos antes de que subiera por las escaleras, lo que oímos perfectamente desde abajo. Pese a que aún era de día, encendió todas las luces del dormitorio y, desde el otro lado de la calle, el señor Buell la vio abrir la ventana de su cuarto.
– La saludé con la mano, pero no me vio -nos dijo el señor Buell.
En ese momento su mujer estaba refunfuñando en la habitación de al lado y el hombre ya no volvió a saber de Cecilia hasta que llegó la ambulancia y se volvió a marchar con ella dentro.
– Por desgracia, teníamos nuestros problemas -explicó.
Mientras Cecilia asomaba la cabeza por la ventana al encuentro del aire rosado, húmedo y suave, el señor Buell fue al cuarto de su esposa enferma para ver qué le pasaba.
3
Las flores llegaron a casa de los Lisbon más tarde de lo acostumbrado. Dadas las circunstancias de aquella muerte, la mayoría de la gente optó por no enviarlas a la funeraria y en general todo el mundo fue posponiendo el encargo sin saber muy bien si era mejor dejar pasar la catástrofe en silencio o actuar como si aquella defunción hubiese obedecido a causas naturales. Al final, sin embargo, todos acabaron enviando algo: coronas de rosas blancas, centros de orquídeas, peonías lloronas. Peter Loomis, que hacía el reparto de FTD, dijo que la sala de estar de los Lisbon estaba atiborrada de ramos y coronas. Las butacas desbordaban de flores y hasta el suelo estaba cubierto de ellas.