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Tumbados sobre un trozo de estera en el sótano de los Krieger, nos dedicábamos a soñar en todas las maneras posibles de consolar a las hermanas Lisbon. Algunos queríamos echarnos sobre la hierba con ellas o cantarles canciones acompañándonos de la guitarra. Paul Baldino se inclinaba por llevarlas a Metro Beach para que se bronceasen al sol. Chase Buell, cada vez más influido por la Ciencia Cristiana de la que su padre era adepto, sólo dijo que las chicas necesitaban «ayuda, pero no de este mundo». Con todo, al preguntarle qué quería decir con esas palabras, se encogía de hombros y decía:

– Nada.

Sin embargo, cuando veía pasar a las hermanas Lisbon se agachaba detrás de un árbol, cerraba los ojos y se dedicaba a mover los labios.

Pero no sólo pensábamos en las chicas. Ya antes del funeral de Cecilia muchos no sabían hablar de otra cosa que de lo peligrosa que era aquella verja sobre la que ella había saltado.

– Era un accidente que cabía esperar -dijo el señor Frank, que trabajaba en una compañía de seguros-. No hay póliza que cubra ese riesgo.

– Hasta a nuestros hijos les habría podido ocurrir -no paraba de insistir la señora Zaretti a la hora del café después de la misa del domingo.

Algunos padres no tardaron en eximir de culpas a la verja. Resultaba que la verja en cuestión estaba en la propiedad de los Bates, por lo que el señor Buck, abogado, habló con el señor Bates sobre la posibilidad de quitarla, aunque quiso mencionar el asunto al señor Lisbon. Por supuesto que todos daban por sentado que los Lisbon estarían contentos con la decisión.

Rara vez habíamos visto a nuestros padres con botas de trabajo, peleándose con la tierra, armados con azadones flamantes. Luchaban con la verja, encorvados como los marines cuando izaron la bandera de Iwo Jima. Fue la demostración más importante de esfuerzo colectivo que se recordaba en el vecindario: todos aquellos abogados, médicos y banqueros hombro con hombro en la trinchera, mientras las madres les levantaban el ánimo ofreciéndoles Kool-Aid de naranja. Por un momento nuestro siglo volvía a ser noble. Hasta los gorriones en los hilos del teléfono parecían contemplar la escena. No pasaban coches. La niebla industrial de la ciudad hacía que los hombres parecieran figurillas de peltre, pero llegó la noche y aún no habían conseguido sacar la verja. Al señor Hutch se le ocurrió la idea de serrar los barrotes tal como lo habían hecho los sanitarios y los hombres pasaron un buen rato haciendo turnos en la labor de serrar, pero aquellos brazos, que sólo estaban acostumbrados a manejar papeles, no tardaron en rendirse. Por fin decidieron atar la verja a la parte trasera del Bronco todoterreno propiedad del tío Tucker. A nadie le importaba que el tío Tucker no tuviera carnet de conducir (los examinadores siempre detectaban el aliento a alcohol y aun cuando dejó de beber tres días antes del examen, seguramente seguía saliéndole por los poros). Nuestros padres se limitaron a gritarle:

– ¡Dale fuerte!

El tío Tucker apretó a fondo el acelerador, pero la verja ni siquiera se movió. A media tarde acabaron por rendirse e hicieron una colecta para contratar a un equipo de gente del oficio. Una hora más tarde llegaba un hombre en un camión remolcador, sujetaba un barrote con un gancho, apretaba un botón para hacer girar el enorme manubrio y, con un potente fragor de tierra removida, arrancaba la verja asesina.

– Hay sangre -dijo Anthony Turkis.

La examinamos para averiguar si aquella sangre que nadie había visto cuando ocurrió el suicidio era posterior al mismo. Algunos aseguraban que estaba en la tercera púa, otros que en la cuarta, pero fue algo tan imposible como encontrar la pala ensangrentada en la parte de atrás de Abbey Road, donde todos los indicios proclamaban que Paul estaba muerto.

Ningún miembro de la familia Lisbon contribuyó en nada a la eliminación de la verja. Pese a todo, de vez en cuando veíamos aparecer fugazmente un rostro en una de las ventanas de la casa. En cuanto el camión hubo derribado la verja, salió el señor Lisbon en persona por una puerta lateral y enrolló una manguera de jardín. Ni por un instante se acercó a la trinchera. Agitó la mano como hacen los vecinos cuando se saludan y volvió a meterse dentro. El hombre ató al camión con una soga los trozos de la verja y, tras recibir el pago correspondiente, dejó al señor Bates el jardín más destrozado que habíamos visto en la vida. Nos sorprendió que nuestros padres lo permitieran cuando un jardín destrozado era razón suficiente para avisar a la policía. Pero el señor Bates no gritó ni anotó siquiera la matrícula del camión, como tampoco la señora Bates, a la que una vez habíamos visto llorar porque lanzamos petardos contra sus magníficos tulipanes. Ni ellos ni nuestros padres dijeron nada, lo que hizo que nos diésemos cuenta de lo viejos que eran, de lo acostumbrados que estaban a los sufrimientos, a las depresiones, a las guerras. Comprendimos que la versión del mundo que nos daban no era en la que ellos creían, y que por mucho que refunfuñasen y se quejasen cuando les estropeaban las plantas, en realidad sus jardines les importaban un rábano.

Apenas el camión hubo arrancado, nuestros padres volvieron a congregarse alrededor del agujero y observaron con detenimiento los gusanos que serpenteaban en él, las cucharas de cocina y la piedra que según juraba y perjuraba Paul Little era una flecha india. Ahora se inclinaban sobre palas y escobas, a pesar de que no habían hecho nada hasta aquel momento. Todos se sentían mejor, como cuando se ha limpiado un lago o el aire o el campo vecino destruido por las bombas. Era poco lo que podía hacerse para salvarnos, pero por lo menos la verja había desaparecido. Aun cuando su jardín había quedado devastado el señor Bates intentó recomponer un poco la tierra, y el viejo matrimonio alemán aparecía en su cenador con emparrado y se tomaba el vino dulce de los postres. Como de costumbre, llevaban puestos los sombreros alpinos, el señor Hessen con la plumita verde, y su perro schnauzer, sujeto con la correa, olisqueaba el ambiente. Sobre la cabeza del matrimonio colgaban racimos de uva. La espalda encorvada de la señora Hessen aparecía y desaparecía entre sus esplendorosos rosales, que había empezado a rociar.

En un momento determinado, levantamos los ojos al cielo y vimos que todas las moscas del pescado habían muerto. El aire ya no era pardo sino azul. Con la escoba de la cocina libramos palos, ventanas e hilos eléctricos de todos los bichos que se habían quedado prendidos y los metimos en bolsas. Los insectos muertos se contaban por millares. Tenían alas de seda, y Tim Winer, el cerebro, nos indicó que las colas de las moscas del pescado se parecían muchísimo a las de las langostas.

– Son más pequeñas -explicó-, pero tienen básicamente el mismo dibujo. Las langostas pertenecen al tipo de los artrópodos, igual que los insectos. De hecho, son insectos, y éstos no son más que langostas que han aprendido a volar.

Nadie habría podido explicar qué nos ocurrió aquel año ni el motivo por el que odiábamos tan intensamente aquellos insectos muertos posados sobre nuestra vida. De pronto aquellas moscas del pescado que cubrían como una alfombra las piscinas de nuestras casas, llenaban nuestros buzones y manchaban las estrellas de nuestras banderas, nos resultaban insoportables. El acto colectivo de derribar la verja condujo al barrido colectivo, al transporte colectivo de bolsas y al riego colectivo de los patios. Examinamos sus minúsculos rostros de bruja y las aplastamos entre los dedos hasta notar el olor a carpa que despedían. Intentamos quemarlas pero no ardieron (lo que hizo que nos parecieran más muertas que cualquier cosa que pudiésemos imaginar). Sacudimos los arbustos y las alfombras e hicimos funcionar a toda marcha los limpiaparabrisas. Las moscas del pescado taponaron las rejas de los albañales y tuvimos que desatrancarlas con ayuda de palos. Agachados sobre los albañales, oíamos el río que corría por debajo del pueblo y tirábamos piedras para escuchar el chapoteo que hacían al caer.