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– No podía entrar -nos confesó años más tarde el señor Lisbon-. No habría sabido qué decir.

Sólo cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al encuentro del olvido que el sueño le traería, el señor Lisbon vio el espectro de Cecilia. Estaba en su antiguo dormitorio y al parecer, puesto que volvía a llevar el traje de novia, se había quitado aquel vestido de color crema con cuello de encaje que le habían puesto antes de meterla en el ataúd.

– La ventana continuaba abierta -dijo el señor Lisbon-, creo que nunca nos acordábamos de cerrarla. Para mí estaba claro que o cerraba aquella ventana o ella seguiría saltando siempre por ella.

Según sus palabras, no la llamó, no quería saber nada de la sombra de su hija, no quería saber por qué se había matado ni pedirle que lo perdonara ni regañarla. Se limitó a pasar por su lado rozándola apenas para cerrar la ventana, pero el espectro se volvió y entonces el señor Lisbon vio que era Bonnie, envuelta en una sábana.

– No te preocupes -le dijo ella con voz tranquila-, porque ya han sacado la verja.

En una nota manuscrita que mostraba la caligrafía perfeccionada durante sus años de estudiante en Zurich, el doctor Hornicker citó al señor y a la señora Lisbon para una segunda consulta, a la que sin embargo no acudieron. Por lo que pudimos observar durante el resto del verano, la señora Lisbon se hizo cargo nuevamente de la casa mientras el señor Lisbon se retiraba en la sombra. Cuando volvimos a verlo, tenía el aire pusilánime de un pariente pobre. A finales de agosto, durante las semanas de preparativos que anteceden al principio del curso, comenzó a salir furtivamente de la casa por la puerta trasera. El coche gimoteaba en el garaje y, cuando se levantaba la puerta automática, salía indeciso, de medio lado, como un animal al que le faltara una pata. A través del parabrisas veíamos al señor Lisbon al volante, el cabello todavía húmedo y la cara con restos de crema de afeitar, e inexpresiva cuando golpeaba con el tubo de escape el camino de entrada y arrancaba chispas, lo que ocurría siempre. A las seis de la tarde regresaba a casa. En cuanto aparecía por el camino de entrada, la puerta del garaje se estremecía un momento antes de engullirlo y ya no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente, cuando el golpe metálico del tubo de escape anunciaba su salida.

El único contacto extenso con las hermanas Lisbon tuvo lugar a finales de agosto, cuando Mary apareció sin que hubiera mediado una cita previa en el consultorio dental del doctor Becker. Años más tarde hablamos con él, delante de docenas de moldes dentales de yeso que nos sonreían aviesamente desde vitrinas de cristal. Cada uno de aquellos moldes ostentaba el nombre del desgraciado niño que había tenido que tragar el cemento. Su sola visión nos retrotraía a la tortura medieval de nuestra ortodoncia particular. El doctor Becker habló un rato sin que le prestáramos atención, ya que todavía lo estábamos viendo martilleando abrazaderas en nuestras muelas o sujetándonos los dientes superiores e inferiores con gomas elásticas. La lengua buscó en la boca las bolsas que había dejado el tejido cicatrizal al fijar las grapas y, pese a haber transcurrido quince años, aún nos parecía notar el dulzor de la sangre.

El doctor Becker decía:

– Recuerdo a Mary porque vino sin sus padres, y eso no lo había hecho nunca ningún niño. Cuando le pregunté qué quería, se metió dos dedos en la boca y tiró para afuera adelantando el labio. Sólo dijo: «¿Cuánto?». Temía que sus padres no estuviesen en condiciones de pagarlo.

El doctor Becker se negó a hacer un presupuesto a Mary Lisbon.

– Que venga tu madre y hablaremos -le dijo.

De hecho, el proceso era largo, porque Mary, al igual que sus hermanas, tenía dos colmillos suplementarios. Se quedó en el sillón del dentista contrariada y con los pies levantados, mientras el tubo plateado chirriaba al aspirar agua en un cuenco.

– Tuve que dejarla sentada en el sillón porque tenía a cinco niños esperando -explicó el doctor Becker-. La enfermera me dijo después que la había oído llorar.

Las chicas no aparecieron en grupo hasta el día de la Reunión. El 7 de septiembre, un día con una temperatura que enfriaba todas las esperanzas de un veranillo de San Martín, Mary, Bonnie, Lux y Therese se presentaron en la escuela como si no hubiera ocurrido nada. Una vez más, aunque llegaron en bloque, apreciamos nuevas diferencias en ellas, y nos pareció que, si las observábamos con mucha atención, tal vez consiguiésemos entender un poco qué sentían y cómo eran. La señora Lisbon no les había comprado vestidos nuevos, por lo que llevaban los mismos del año anterior. Era ropa decorosa pero excesivamente ceñida (pese a todo, las hermanas Lisbon seguían desarrollándose) y parecían incómodas. Mary se había emperifollado con algunos accesorios: un juego de brazaletes de bolas de madera del mismo color rojo vivo que el pañuelo que llevaba atado al cuello. La falda escocesa de Lux, que ya le iba corta, le dejaba las rodillas y unos tres centímetros de muslo al descubierto. Bonnie llevaba puesta una cosa que parecía una tienda de campaña adornada con unas trencillas serpenteantes. Therese lucía un vestido blanco que parecía una bata de laboratorio. Pese a todo, las niñas entraron en fila con inesperada dignidad en medio del silencio que se hizo en el auditorio. Bonnie había hecho un sencillo ramillete con unos dientes de león del jardín de la escuela y lo puso debajo de la barbilla de Lux bromeando con ella. No se les notaba la desgracia que acababan de vivir pero, al sentarse, dejaron a su lado una silla plegable sin ocupar, como si la reservasen para Cecilia.

Las chicas no faltaron a la escuela ni un solo día, como tampoco el señor Lisbon, que dictaba sus clases con el habitual entusiasmo que lo caracterizaba. Seguía acribillando a los alumnos a preguntas fingiendo que quería estrangularlos y borrando las ecuaciones de la pizarra en medio de una nube de tiza. Sin embargo, a la hora de comer, en lugar de hacerlo en la sala de profesores, inauguró la costumbre de hacerlo en la clase y de consumir en su mesa de trabajo la manzana que se traía de la cafetería y la bandeja de queso fresco. También cayó en otras extravagancias. Lo veíamos paseándose por el ala de ciencias, conversando con las plantas araña que colgaban de los paneles geodésicos. Una semana después de iniciado el curso, comenzó a dar clases sentado en la silla giratoria, balanceándose frente a la pizarra hacia delante y hacia atrás sin ponerse nunca de pie. Explicó que lo hacía porque le había aumentado el nivel de azúcar en sangre. A la salida de la escuela, en su función de entrenador ayudante de fútbol, se quedaba detrás de la portería, limitándose a anunciar con desgana la puntuación y, terminadas las prácticas, se dedicaba a recorrer el campo cubierto de yeso y a recoger las pelotas, que metía en una sucia bolsa de lona.

Iba a la escuela en coche, solo, y llegaba antes que sus hijas, que lo hacían en autobús porque siempre dormían hasta última hora. Después de cruzar la puerta principal y pasar por delante de las armaduras (nuestros equipos de atletismo llevaban el nombre de los Caballeros), entraba directamente en la clase, donde de unos paneles perforados del techo colgaban los nueve planetas del sistema solar (sesenta y seis agujeros en cada cuadrado, según Joe Hill Conley, que los había contado durante la clase). Unos cordones casi invisibles mantenían los planetas unidos en su trayectoria. Todos los días efectuaban sus movimientos de rotación y traslación, el señor Lisbon dirigía la totalidad del cosmos tras consultar una carta astronómica y hacer girar una manivela que tenía junto al afilalápices. Más bajos que los planetas, colgaban unos triángulos blancos y negros, hélices anaranjadas y tonos azules con extremos separables. El señor Lisbon tenía sobre el escritorio un cubo Soma, resuelto definitivamente y fijado con cinta adhesiva. Junto a la pizarra, un soporte de alambre sujetaba cinco barras de tiza con las que daba las pautas musicales para el coro de niños. Hacía tanto tiempo que era profesor que tenía lavabo en la clase.