Nadie sabía cómo se habían conocido Trip y Lux, ni qué se decían, ni si la atracción era mutua. Incluso muchos años después Trip se mostró reticente sobre el asunto, consecuente con la promesa de fidelidad que había hecho a las cuatrocientas dieciocho muchachas y mujeres adultas con las que se había acostado durante su larga carrera. La única cosa que nos dijo fue:
– No me he recuperado nunca de aquella chica, ¡nunca!
En el desierto, entre convulsión y convulsión, estaba claro que sus ojos, a pesar de aquellas ojeras amarillentas que le daban un aire enfermizo, miraban hacia dentro, fijos en tiempos mejores. Poco a poco, tras presiones incesantes y gracias en parte a la necesidad de hablar sin parar que tienen los yonquis, conseguimos reconstruir la historia de aquel amor.
Comenzó el día en que Trip Fontaine asistió a una clase de historia equivocada. Como tenía por costumbre, durante la clase de estudio de la quinta hora fue a su coche para fumarse el porro que se administraba con la misma regularidad con que Peter Petrovich, el diabético, tomaba insulina. Petrovich comparecía tres veces al día en el consultorio de la enfermera para ponerse las inyecciones, sirviéndose él mismo de la aguja hipodérmica como el más cobarde de los yonquis, aunque después de chutarse a lo mejor daba un concierto de piano en el auditorio con un arte sorprendente, como si la insulina fuera el elixir del genio. También Trip Fontaine se metía tres veces al día en el coche, a las diez y cuarto, a las doce y cuarto y a las tres y cuarto, como si, igual que Petrovich, un reloj de pulsera le avisara de que era el momento de tomar la dosis. Estacionaba siempre su Trans Am en el extremo más alejado del aparcamiento, de cara a la escuela por si se acercaba algún profesor. El capó ranurado del coche, el techo reluciente y la cola curvada le daban el aspecto de un escarabajo aerodinámico. Aunque el paso del tiempo había empezado a estropear los acabados dorados, Trip había repintado las deportivas franjas negras y abrillantado los tapacubos dentados que parecían armas. Dentro, los asientos cóncavos tapizados de cuero presentaban las típicas manchas de sudor: era perfectamente visible el lugar donde el señor Fontaine había descansado la cabeza durante los embotellamientos de tráfico y, debido a los productos químicos con los que se rociaba el cabello, había transformado el marrón del cuero en un tono morado claro. Aún flotaba en el aire la leve fragancia del ambientador Boots and Saddle, pese a que ahora el coche estaba más impregnado del olor a almizcle y a porro. Las puertas del coche cerraban herméticamente y Trip solía decir que en su coche se podía volar a gran altura porque respirabas todo el humo que se quedaba dentro. Trip Fontaine se pasaba los descansos del zumo y de la comida y los ratos de estudio inmerso en aquel baño de vapor. Quince minutos después, al abrir la puerta, salía el humo como vomitado por una chimenea, dispersándose y formando volutas a los acordes de la música -generalmente Pink Floyd o Yes-, que Trip dejaba en marcha mientras comprobaba el motor y sacaba brillo el capó (ya que éstas eran las razones que alegaba para sus viajes al aparcamiento). Una vez cerrado el coche, Trip se iba detrás de la escuela para airear la ropa. Tenía escondida una caja de pastillas de repuesto en el agujero de un árbol conmemorativo (plantado en memoria de Samuel O. Hastings, graduado de la promoción de 1918). Las chicas lo observaban desde las ventanas del aula, sentado debajo del árbol, solitario e irresistible, con las piernas cruzadas igual que un indio y, antes aun de que se pusiese de pie, ya imaginaban las leves manchas de humedad que se habrían formado en sus nalgas. Siempre hacía lo mismo: Trip Fontaine se levantaba muy erguido, se ajustaba la montura de sus gafas de aviador, se echaba el cabello hacia atrás, cerraba la cremallera del bolsillo de la chaqueta de cuero y echaba a andar con el movimiento implacable de sus botas. Recorría la avenida de árboles conmemorativos, atravesaba el jardín de atrás de la escuela, pasaba junto a los parterres de hiedra y entraba en el edificio por la puerta trasera.
No había chico más insolente ni más reservado que él. Fontaine daba la impresión de estar calificado para acceder a un estadio superior de la vida, de tener las manos metidas en el corazón de la realidad, mientras el resto de nosotros todavía estábamos aprendiéndonos citas de memoria y mendigando aprobados. Pese a que seguía sacando los libros del armario, todos sabíamos que no eran más que puntales y que no estaba destinado a la sabiduría sino al capitalismo, como ya auguraban sus tratos con la droga. Sin embargo, Trip jamás olvidaría aquella tarde de septiembre, cuando ya habían empezado a caer las hojas de los árboles. Al entrar en la escuela se encontró con el señor Woodhouse, el director, que se acercaba por el pasillo. Trip ya estaba acostumbrado a topar con personas importantes cuando estaba colocado y, según nos aseguró, nunca se sentía paranoico por eso. No sabía explicar por qué la visión del director, con sus pantalones anchos y sus calcetines amarillo canario, hicieron que se le acelerase el pulso y comenzara a sudarle la nuca. El hecho fue que, con gesto imperturbable, Trip se coló en la primera clase que encontró.
Al sentarse no vio una sola cara, no vio profesor ni alumnos y lo único que percibió fue una luz celestial que iluminaba el aula, un fulgor anaranjado que provenía del follaje otoñal. Era como si la clase se hubiera llenado de un líquido dulzón y untuoso, una miel casi tan ligera como el aire que inhaló. El tiempo parecía transcurrir más lentamente y en el oído izquierdo percibió el campanilleo del Om cósmico con la claridad de un timbre de teléfono. Cuando le sugerimos que posiblemente estos detalles estaban relacionados con el mismo THC [1] de su sangre, Trip Fontaine levantó un dedo en el aire y aquélla fue la única vez que le dejaron de temblar las manos durante todo el tiempo que duró la conversación.
– Sé muy bien qué es estar colocado -dijo-, pero esa vez era diferente.
Bajo aquella luz anaranjada, las cabezas de los alumnos parecían anémonas de mar que ondulasen dulcemente y el silencio de la clase era como el del lecho del océano.
– Cada segundo es eterno -nos dijo Trip al describirnos cómo, cuando se sentó en su pupitre, la chica que tenía delante se dio la vuelta y lo miró sin razón aparente.
No habría podido decir si era guapa o no porque lo único que vio fueron sus ojos. El resto de la cara -sus labios carnosos, la rubia pelusilla del cutis, la nariz con las ventanas rosadas y translúcidas- se dibujó vagamente mientras los ojos azules lo levantaban como una ola marina y lo mantenían en suspenso.
– Fue el punto fijo de un mundo que giraba -nos dijo, citando a Eliot, cuyos Poemas completos había encontrado en la biblioteca del centro de desintoxicación.
Aquella Lux Lisbon seguiría mirándolo durante toda la eternidad y Trip Fontaine le devolvería la mirada. El amor que Trip sintió en aquel momento por ella fue más auténtico que todos los amores que vendrían después porque sobreviviría a la vida real y seguía atormentándolo, incluso ahora en el desierto, con su belleza y su salud arruinadas por completo.