– Nunca se sabe qué desencadenará el recuerdo -nos dijo-. Puede ser cualquier cosa: la cara de un niño, el cascabel en el collar de un gato…
No se dijeron una sola palabra, pero durante las semanas que siguieron, Trip pasó los días vagando por los pasillos con la esperanza de ver aparecer a Lux, la persona vestida más desnuda que había visto en su vida. A pesar de los discretos zapatos de colegiala que llevaba, arrastraba los pies como si fuese descalza y las ropas holgadas que le compraba la señora Lisbon no hacían sino aumentar su atractivo, como si tras desnudarse se hubiera puesto lo primero que había encontrado a mano. Cuando llevaba pantalones de pana, los muslos se rozaban con un rasgueo y siempre había como mínimo algún fascinante descuido que lo iluminaba todo: la blusa mal remetida en el pantalón, un agujero en el calcetín, una costura descosida que dejaba ver el vello de la axila. Lux transportaba los libros de un aula a otra, pero ni siquiera los abría. Sus plumas y sus lápices parecían tan provisionales en ella como la escoba de Cenicienta. Aunque al sonreír se veían demasiados dientes en su boca, por las noches Trip Fontaine soñaba que lo mordían todos y cada uno de ellos.
No sabía cuál era el primer paso que había que dar para perseguirla, porque el perseguido siempre había sido él. Poco a poco, a través de las chicas que frecuentaban su habitación, Trip se enteró de dónde vivía, aunque al preguntar debía andarse con cuidado a fin de no despertar recelos. Comenzó a rondar con el coche la casa de los Lisbon con la esperanza de atisbarla o de contentarse con el premio de consolación que significaba ver a alguna de las hermanas. A diferencia de nosotros, Trip Fontaine nunca mezcló a las hermanas Lisbon, sino que desde el principio vio a Lux como el fulgurante pináculo de todas ellas. Cuando pasaba por delante de su casa, bajaba los cristales del Trans Am y subía el volumen de su ocho bandas esperando que ella, desde su cuarto, pudiera oír su canción favorita. Otras veces, incapaz de dominar el tumulto de sus entrañas, apretaba el acelerador y dejaba atrás, como única muestra de su amor, un rastro de olor a goma quemada.
Trip no entendía cómo había podido embrujarlo de aquella manera ni por qué, después de haberlo hecho, se había olvidado tan pronto de su existencia, y, desesperado, preguntaba al espejo por qué no estaba loca por él la única chica que lo tenía loco. Pasó un tiempo recurriendo a métodos de atracción cuya efectividad había comprobado repetidas veces, como echarse el cabello hacia atrás cuando ella pasaba o poner ruidosamente las botas sobre la mesa; en una ocasión incluso se bajó las gafas de sol para obsequiarla con la visión de sus ojos. Pero Lux no lo miró siquiera.
El hecho es que hasta los chicos menos atractivos estaban más acostumbrados que Trip a preguntar a las chicas si querían salir, porque el ser canijos o patituertos les había enseñado a ser perseverantes, en tanto que Trip no se había tenido que molestar siquiera en llamar a una chica por teléfono. Había muchas cosas que eran nuevas para éclass="underline" aprenderse de memoria discursos estratégicos, tiradas de conversaciones posibles, la respiración profunda del yoga, todo para zambullirse de cabeza y a ciegas en el mar estático de las líneas telefónicas. No había padecido la eternidad de los timbrazos antes de que ellas atendieran, no conocía el loco arrebato del corazón al oír la voz incomparable entrelazándose con la propia, aquella sensación de proximidad que hacía que uno prácticamente pudiera ver a la chica, se creyera dentro de su oído. Jamás había experimentado el dolor de las respuestas anodinas, aquel temible: «¡Ah… hola!», o aquella aniquilación repentina declass="underline" «¿Quién?». La belleza de Trip había matado sus argucias por lo que, desesperado, confesó su pasión a su padre y a Donald. Éstos comprendieron su situación apurada y, después de calmarlo con un trago de Sambuca, le dieron el consejo que sólo dos personas como ellos, experimentadas en soportar la carga de un amor secreto, podían darle. Le dijeron en primer lugar que bajo ningún concepto se le ocurriera llamar a Lux por teléfono.
– Todo es cuestión de sutilezas -dijo Donald-, de matices.
En lugar de lanzarse a declaraciones abiertas, sugirieron a Trip que sólo hablara con ella de cosas vulgares, del tiempo, del trabajo escolar, de lo que fuera con tal de que le brindase la oportunidad de comunicarse con ella a través del silencioso pero inequívoco lenguaje del contacto visual. Le aconsejaron que se quitase las gafas oscuras y se apartara el cabello de la cara fijándolo con laca. El día siguiente Trip Fontaine se sentó en el ala de ciencias y esperó a que pasara Lux camino del armario. El sol, al levantarse, encendía los recuadros en forma de panal. Cada vez que se abrían las puertas, Trip veía avanzar flotando el rostro de Lux antes de que unos ojos, una nariz y una boca se reorganizaran en el rostro de alguna otra chica. Lo tomó como un mal presagio, como si ella estuviera disfrazándose continuamente para eludirlo. Temió que pudiera no venir nunca o, peor aún, que viniera.
Después de una semana de no verla, optó por las medidas drásticas. El siguiente viernes por la tarde salió del gabinete de estudio del ala de ciencias para asistir a una asamblea. Hacía tres años que no iba a una, porque era más fácil saltársela que saltarse una clase y Trip prefería pasar aquel rato fumando el narguile que tenía en la guantera. No tenía idea del lugar donde se sentaría Lux, por lo que se entretuvo junto a la fuente de agua con la intención de seguirla apenas entrase. Desobedeciendo el consejo que le habían dado su padre y Donald, se puso las gafas de sol para disimular las miradas que dirigía al pasillo. En tres ocasiones el corazón le dio un vuelco ante el espejismo de una visión de las hermanas de Lux, pero el señor Woodhouse ya había presentado al orador del día -un meteorólogo de la televisión local- cuando Lux salió del lavabo de las chicas. Trip Fontaine la observó con tal concentración que hasta dejó de existir. En aquel momento en el mundo sólo existía Lux. Estaba rodeada de un aura difusa, como una vibración de átomos que se apartasen y que, según opinamos más adelante, debió de ser el resultado de la afluencia de sangre en la cabeza de Trip. Lux pasó junto a él sin mirarlo y en aquel instante Trip no percibió olor a cigarrillos como esperaba sino a chicle de sandía.
La siguió hasta la claridad colonial del auditorio con su cúpula Monticello, sus pilastras dóricas y aquellos faroles de gas de imitación que solíamos llenar de leche. Se sentó junto a ella en la última fila y, aunque evitó mirarla, no le sirvió de nada porque con los órganos de unos sentidos que ignoraba que tuviese, Trip Fontaine la sentía a su lado, notaba la temperatura de su cuerpo, los latidos de su corazón, el ritmo de su respiración, todo aquel bombear y fluir que había en su cuerpo.
Cuando el hombre del tiempo comenzó a pasar diapositivas se atenuaron las luces del auditorio y al poco rato se encontraron juntos en la oscuridad, solos pese a los cuatrocientos estudiantes y cuarenta y cinco profesores presentes. Paralizado por el amor, Trip permaneció inmóvil mientras en la pantalla arreciaban los tornados, y tardó quince minutos en reunir el valor suficiente para apoyar levemente el antebrazo en el brazo de la silla. Hecho el gesto, todavía los separaban dos centímetros de espacio, por lo que a lo largo de los siguientes veinte minutos, mediante avances infinitesimales que cubrieron su cuerpo de sudor, Trip Fontaine acercó su brazo al de Lux. Mientras los ojos de todos los alumnos observaban el huracán Zelda avanzar hacia una ciudad costera caribeña, el vello del brazo de Trip rozó el del brazo de Lux y a través de aquel nuevo circuito saltó la corriente eléctrica. Sin volverse hacia él, sin respirar siquiera, Lux le respondió presionando suavemente su brazo contra el de él. Trip volvió a presionar, Lux volvió a responder y así sucesivamente hasta que sus codos se juntaron. Pero algo ocurrió en aquel momento preciso: tapándose la boca con las manos ahuecadas, un bromista situado algunas filas más adelante emitió el ruido de un pedo y toda la sala se estremeció con una carcajada. Lux se quedó pálida y retiró el brazo, pero Trip Fontaine tuvo la oportunidad de pronunciar las primeras palabras que murmuraría en su oído: