– Debe de haber sido Conley -dijo-. Se las va a cargar.
Lux hizo un movimiento con la cabeza por toda respuesta. Pero Trip, todavía inclinado sobre ella, continuó:
– Preguntaré a tu viejo si puedo salir contigo.
– Lo tienes difícil -dijo Lux sin mirarlo.
Se encendieron las luces y todos los estudiantes comenzaron a aplaudir. Trip esperó a que los aplausos alcanzaran su punto culminante para volver a hablar.
– Iré a tu casa a ver la tele -dijo-. El domingo. Después les pediré que me dejen salir contigo.
Volvió a esperar a que Lux dijera algo, pero lo único que ella hizo fue levantar la mano con la palma hacia arriba como indicándole que hiciera lo que le viniera en gana. Trip se levantó para salir pero, antes de hacerlo, volvió a apoyarse en el respaldo del asiento vacío y pronunció aquellas palabras que desde hacía semanas tenía guardadas dentro:
– Eres una perita en dulce -dijo, y se marchó.
Trip Fontaine fue el primer chico que entró solo en casa de los Lisbon después de Peter Sissen. Se limitó a anunciarle a Lux cuándo iría, dejando que ella se encargara de decírselo a sus padres. Nadie se explicaba que no nos hubiéramos dado cuenta, sobre todo cuando insistió en que no había tomado precauciones, de que había ido tranquilamente a casa de Lux en coche y que había aparcado el Trans Am delante del tronco de un olmo para evitar las manchas de savia. Para la ocasión se cortó el pelo y, en lugar del típico atuendo vaquero, se puso camisa blanca y pantalón negro, como los camareros de lujo. Lux salió a recibirlo a la puerta y, sin decirle apenas nada (estaba haciendo calceta), lo condujo al asiento que le habían asignado en la sala de estar. Trip se sentó en el sofá junto a la señora Lisbon, al otro lado de la cual se ubicó Lux. Trip Fontaine nos dijo que las chicas casi no le hicieron caso, o al menos no tanto como podía esperar un rompecorazones como él. Therese estaba sentada en un rincón con una iguana disecada en el regazo explicándole a Bonnie de qué se alimentaban las iguanas, cómo se reproducían y cuál era su hábitat natural. La única hermana que habló con Trip fue Mary, que se encargó de suministrarle Coca-Cola a medida que la consumía. En la tele daban un programa especial dedicado a Walt Disney que los Lisbon miraban con la actitud complaciente de una familia acostumbrada a los entretenimientos insulsos, riendo juntos los mismos ardides ingenuos o irguiéndose en el asiento en los momentos más emocionantes. Trip Fontaine no vio signo alguno de extravagancia en las chicas, aunque más tarde diría:
– Te habrías pegado un tiro sólo para hacer algo.
La señora Lisbon supervisaba la labor de calceta de Lux y, antes de cambiar de canal, consultaba la TV Guide para decidir si el programa valía la pena o no. Las cortinas eran tan gruesas que parecían de lona. En el alféizar de la ventana había unas cuantas plantas larguiruchas que no tenían nada que ver con las de hojas exuberantes del salón de su casa (el señor Fontaine era un gran aficionado a la jardinería) y Trip habría podido creer que se encontraba en un planeta muerto de no haber sido por la vida palpitante que emanaba Lux desde el otro extremo del sofá. Le veía los pies desnudos cada vez que los ponía sobre la mesilla baja. Tenía las plantas y las uñas moteadas de laca rosa. Cada vez que colocaba los pies en la mesa, la señora Lisbon le propinaba un golpecito en ellos con la aguja de hacer punto para indicarle que los bajara.
No ocurrió nada más. Trip no consiguió sentarse al lado de Lux ni hablar con ella ni tan siquiera mirarla, aunque la realidad de su presencia ardía en su cabeza. A las diez, obedeciendo una indicación de su esposa, el señor Lisbon dio una palmadita en la espalda a Trip y le dijo:
– Bien, hijo, sabrás que a esta hora nosotros solemos acostarnos.
Trip estrechó primero la mano del señor Lisbon y luego la de la esposa, bastante más fría, mientras Lux se levantaba para acompañarlo a la puerta. Debía de darse cuenta de lo estúpido de la situación, pues en el breve trayecto apenas si lo miró. Lux caminaba con la cabeza baja, rascándose el interior de la oreja, y no levantó los ojos hasta que abrió la puerta para dirigirle una triste mirada que no hablaba más que de frustración. Trip Fontaine salió de la casa hecho polvo, sabiendo que lo único que podía esperar era otra noche en el sofá junto a la señora Lisbon. Cruzó el jardín, cuyo césped no habían cortado desde la muerte de Cecilia, se sentó en el coche y miró la casa mientras las luces de la planta baja iban siendo sustituidas progresivamente por las de arriba y, al poco rato, también éstas iban apagándose una tras otra. Imaginó a Lux metiéndose en la cama y la sola imagen de la chica con el cepillo de dientes en la mano lo turbó más profundamente que las desnudeces totales que casi todas las noches presenciaba en su cuarto. Reclinó la cabeza en el asiento y abrió la boca para aliviar la opresión que sentía en el pecho cuando percibió de pronto un remolino de aire dentro del coche. Alguien lo agarró por las solapas, tiró de él hacia delante y volvió a empujarlo hacia atrás, al tiempo que un ser con cien bocas le sorbía el tuétano. No dijo nada durante el rato que estuvo agarrada a él como un animal hambriento y Trip no habría sabido quién era de no haber sido por aquel sabor a chicle de sandía que después de los primeros tórridos besos también él masticó. Ya no llevaba pantalones, sino una bata de franela, y los pies, mojados con el rocío del césped, olían a hierba. Trip notó sus húmedas pantorrillas, sus cálidas rodillas, sus velludos muslos y, empavorecido, metió el dedo en la boca de cuervo de aquel animal que ella tenía sujeto con traílla más abajo de la cintura. Le pareció que era la primera vez en su vida que tocaba a una chica y sintió el pelo y la sustancia untuosa como una piel de nutria. Dentro del coche había dos bestias, una arriba, que resollaba y mordía, y otra abajo, que porfiaba para escapar de la húmeda jaula. No sin esfuerzo hizo lo que pudo para alimentarlas a las dos, para aplacarlas, pero en él iba creciendo por momentos una sensación de incapacidad y, pasados unos minutos, Lux lo dejó, más muerto que vivo, pronunciando únicamente estas palabras:
– Tengo que volver antes de que se den cuenta de que no estoy en la cama.
Pese a que aquel ataque relámpago sólo duró tres minutos, dejó su marca en él. Hablaba de ello como si se hubiese tratado de una experiencia religiosa, de una aparición, una visión, una ruptura con su vida anterior que no podía describirse con palabras.
– A veces pienso que quizá lo soñé -nos dijo recordando la voracidad de aquellas cien bocas que le habían sorbido el jugo en la oscuridad.
Aun así, Trip Fontaine siguió disfrutando de su envidiable vida amorosa, por mucho que confesara que todo aquello era insulso porque sus tripas ya no volverían a tirar de él con tan deleitosa fuerza, ni volvería jamás a sentirse tan totalmente mojado de la saliva de otro ser humano.
– Me sentía como un sello -dijo.
Los años transcurridos no habían podido librarlo del pavor que le había producido la osadía de Lux, su ausencia total de inhibición, aquella mutabilidad mítica que le había hecho nacer tres brazos, cuatro brazos a un tiempo.
– Casi nadie ha probado esa clase de amor -comentó como cobrando ánimo a pesar del desastre que era su vida-. Yo por lo menos lo probé una vez.
Comparados con aquella amante, las de sus primeros tiempos de hombría y de madurez eran dóciles criaturas de suaves flancos y previsibles alaridos. Incluso mientras hacía el amor las imaginaba trayéndole leche caliente, preparándole la declaración de la renta o presidiendo su lecho de muerte con lágrimas en los ojos. Eran mujeres cálidas, cariñosas, de ésas que te traen la botella de agua caliente. Las que gritaron después en sus años de adulto lo hicieron con voz de falsete y no hubo jamás una pasión que estuviera a la altura de aquel silencio de Lux, que lo desolló vivo.