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Nunca supimos si la señora Lisbon sorprendió a Lux cuando volvía a entrar furtivamente en la casa pero, cualquiera que fuera la razón, cuando Trip intentó sentarse otra vez en el sofá de los Lisbon, Lux le dijo que estaba castigada y que su madre le tenía prohibidas las visitas. En la escuela, Trip Fontaine se mostró reservado con respecto a lo que había ocurrido entre los dos y, pese a que circularon historias acerca de que se encontraban en varios sitios discretos, él insistió en que la única vez que se habían tocado había sido en el coche.

– En la escuela no teníamos dónde ir. El viejo no le quitaba el ojo de encima. Era una tortura, tíos, una jodida tortura.

En opinión del doctor Hornicker, la promiscuidad de Lux era una reacción normal frente a una necesidad emocional.

– Los adolescentes buscan el amor donde lo encuentran -decía en uno de los muchos artículos que tenía la esperanza de publicar-. Lux confundía el acto sexual con el amor. El sexo se convirtió para ella en sucedáneo del consuelo que necesitaba después de suicidarse su hermana.

Varios chicos proporcionaron detalles que corroboraban esta teoría. Willard contó que una vez, mientras estaban tumbados en los vestuarios del campo de deportes, Lux le preguntó si él consideraba sucio lo que habían hecho.

– Yo sabía lo que hay que decir en estos casos y por eso le respondí que no -rememoró Willard-. Entonces ella me cogió la mano y dijo: «Yo te gusto, ¿verdad?». No contesté, porque sé que es mejor dejar a las chicas en la duda.

Años más tarde, Trip Fontaine se puso como una furia cuando le dijimos que la pasión de Lux provenía seguramente de una necesidad mal orientada.

– ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo no fui más que un vehículo? Estas cosas no se pueden fingir, tíos, la cosa iba en serio.

Incluso planteamos esta posibilidad a la señora Lisbon durante la única entrevista que sostuvimos con ella en el bar de una parada de autobuses, pero ella se mostró tajante al respecto:

– A ninguna de mis hijas le faltó cariño. En nuestra casa abundaba el cariño.

Era una afirmación difícil de defender. Cuando llegó el mes de octubre, la casa de los Lisbon adoptó un aire menos alegre. El tejado de pizarra azul, que de acuerdo con la luz que le diese parecía un estanque suspendido en el aire, se oscureció visiblemente. Los ladrillos de color amarillo adquirieron una tonalidad parduzca. Por la noche salían murciélagos de la chimenea, al igual que de la mansión Stamarowski, situada a muy poca distancia. Estábamos acostumbrados a ver murciélagos revoloteando sobre la casa de Stamarowski, zigzagueando en el aire y proyectándose verticalmente mientras las chicas chillaban cubriéndose los largos cabellos. El señor Stamarowski llevaba jerseys negros de cuello alto y solía asomarse al balcón. Al caer la tarde, nos dejaba corretear por el amplio jardín de su casa y una vez, en uno de los parterres de flores, encontramos un murciélago muerto con la cara arrugada de un viejo con dos preciados dientes. Siempre nos figuramos que los murciélagos habían venido de Polonia con los Stamarowski; encajaban como anillo al dedo volando sobre aquella casa sombría, con sus cortinas de terciopelo y aquel desmoronamiento tan típico del Viejo Mundo, pero no sobre las útiles chimeneas dobles de la casa de los Lisbon. Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores. Al preguntar a los vecinos, todos dijeron lo mismo. Sin embargo, el documento número tres, una fotografía tomada por el señor Buell, deja ver a Chase blandiendo su nuevo bate Lousville Slugger y en el fondo la casa de los Lisbon con todos los postigos abiertos (en este caso la lupa nos fue de mucha utilidad). La foto se hizo el 13 de octubre, día del cumpleaños de Chase y de la inauguración de las Series Mundiales. Exceptuando la escuela o la iglesia, las hermanas Lisbon no iban nunca a ninguna parte. Una vez por semana, una camioneta de Kroger les traía víveres. Un día Johnny Buell y Vince Fusilli la pararon sosteniendo una cuerda imaginaria a través de la calle y tirando de ella como si fuesen unos Marcel Marceaux gemelos. El conductor los dejó subir y, ya dentro, revisaron las notas de los pedidos con la excusa de que, cuando fuesen mayores, querían ser repartidores. El pedido de los Lisbon, que Vince Fusilli se guardó en el bolsillo, parecía una lista de suministros militares.

1 harina Krog de 5 lb

5 leche descr. Carnat. de 1 gal.

18 rollos Wh. Cld. t.p.

24 latas meloc. Del. (en alm.)

24 latas guis. v. Del.

10 lbs lomo Gr.

3 Won. Br.

1 mant. Jif p.

3 Kell. C. Flks.

5 Stkst. Tu.

1 mayo. Krog. 1 iceberg

1 lb tocino O. May.

1 mant. L. Lks.

1 Tang o.f.

1 choc. Hersh.

Esperábamos a ver qué ocurriría con las hojas. Estuvieron cayendo durante dos semanas y cubrieron el césped de todos los jardines, porque en aquellos tiempos todavía teníamos árboles. En otoño, sólo unas pocas hojas hacían una especie de salto del ángel desde las copas de los pocos olmos que nos quedaban; la mayoría recorrían en su caída sin alardes el metro que las separaba del suelo desde lo alto de aquellos arbolillos sostenidos con estacas con los que el municipio había querido consolarnos de la visión que tendría nuestra calle dentro de cien años. Nadie sabía muy bien qué clase de árboles eran aquéllos. El empleado del Departamento de Parques se limitó a decir que los habían seleccionado por su «resistencia al escarabajo holandés del olmo».

– Eso quiere decir que ni a los escarabajos les gustan -dijo la señora Scheer.

En otros tiempos, el otoño empezaba con un estertor de las copas de los árboles; después, en interminable profusión, las hojas se iban desprendiendo y caían flotando, describiendo círculos y aleteando hacia arriba, como si el mundo entero se despellejase. Dejábamos que fuesen acumulándose. Las contemplábamos tomándolas como una excusa para no hacer nada mientras las ramas iban dejando al descubierto espacios de cielo cada vez más grandes.

El primer fin de semana después de la caída de las hojas comenzábamos a rastrillarlas en formación militar, acumulando montones en la calle. Cada familia tenía su método. Los Buell empleaban una formación de tres hombres, con dos rastrilladores que operaban en sentido longitudinal y otro en ángulo recto, imitando una alineación que el señor Buell había puesto en práctica innumerables veces. Los Pitzenberger actuaban con diez personas: dos padres, siete adolescentes y el error católico de dos años siguiendo detrás con un rastrillo de juguete. La señora Amberson, que estaba muy gorda, usaba un fuelle para aventar las hojas. Todos poníamos lo que podíamos de nuestra parte. Después, una vez rastrillada, la hierba, como cabello bien cepillado, nos proporcionaba un placer que nos llegaba a las entrañas. A veces el placer era tan intenso que llegábamos a arrancar la hierba y dejábamos zonas de tierra al descubierto. Al terminar el día nos quedábamos en el bordillo contemplando nuestros jardines con todas las briznas de hierba aplastadas, la tierra desmigajada e incluso algunos tubérculos de azafrán al descubierto. En aquellos días anteriores a la contaminación universal nos dejaban quemar las hojas y, de noche, en uno de los últimos rituales de nuestra tribu en vías de desintegración, todos los padres salían a la calle para encender la pira familiar.