Durante este período de recuperación Trip Fontaine hizo su movimiento de avance. Sin consultar con nadie ni confesar los sentimientos que Lux le inspiraba, Trip Fontaine fue directo a la clase del señor Lisbon y se quedó de pie delante de su mesa. Lo encontró solo, sentado en el sillón giratorio y observando con mirada perdida los planetas suspendidos sobre su cabeza. De sus cabellos grises se había descarriado un juvenil y rizado mechón.
– Ésta es la cuarta hora, Trip -dijo el señor Lisbon con aire cansado-. No tengo clase contigo hasta la quinta hora.
– No he venido para hablar de matemáticas, señor.
– ¿No?
– He venido para decirle que mis intenciones con su hija son absolutamente honorables.
El señor Lisbon levantó las cejas y, a pesar de la expresión de cansancio de su rostro, dio la impresión de que aquella mañana ya había escuchado esa misma declaración por boca de seis o siete chicos más.
– ¿Y qué intenciones son ésas?
Trip juntó las botas.
– Quiero pedirle a Lux que vaya conmigo al Homecoming [2].
El señor Lisbon rogó a Trip que se sentara y durante los minutos siguientes le explicó, con voz de infinita paciencia, que él y su esposa tenían ciertas normas, que siempre habían observado aquellas normas con las mayores y que ahora no iban a cambiarlas con las pequeñas y que, aunque él hubiera querido cambiarlas, su esposa no se lo habría permitido (¡ja, ja!), y que pese a que a él le parecía bien que Trip fuera a su casa para ver la televisión, no podía autorizarlo, quería repetirlo, no podía autorizarlo a salir con su hija fuera de casa, y menos en coche. Trip nos contó que el señor Lisbon había hablado de una manera que demostraba una sorprendente comprensión, como si todavía se acordara de aquellas angustias que se sienten de cintura para abajo durante la adolescencia. Trip también se dio cuenta de que el señor Lisbon tenía hambre de hijo porque se levantó y le dio tres joviales palmadas en la espalda.
– Siento decir que es la política de nuestra familia -dijo finalmente.
Trip Fontaine comprendió que se le cerraban las puertas. Entonces vio la fotografía familiar que el señor Lisbon tenía sobre la mesa: Lux, de pie delante de una noria, sostenía en la mano una manzana roja recubierta de caramelo en cuya reluciente superficie se reflejaba su regordeta barbilla. A través de sus labios manchados de azúcar asomaba un diente.
– ¿Y si vamos en grupo? -preguntó Trip Fontaine-. ¿Si formamos un grupo con unos cuantos compañeros y sus hijas? ¿Si las acompañamos a casa a la hora que usted nos diga?
Trip Fontaine planteó la alternativa con voz tranquila, pese a que le temblaban las manos y tenía los ojos húmedos. El señor Lisbon lo miró largamente.
– ¿Eres del equipo de fútbol, hijo?
– Sí, señor.
– ¿En qué puesto juegas?
– Delantero.
– En mis tiempos yo jugaba de defensa.
– Buen puesto, señor. Nada entre usted y la línea de gol.
– Exactamente.
– El caso es que vamos a celebrar el partido entre el Homecoming y el Country Day, después habrá el baile y todo lo demás, y los chicos del equipo ya están decidiendo con quién saldrán.
– Tú eres un chico muy apuesto. Estoy seguro de que tendrás montones de chicas.
– Sí, señor, pero a mí no me interesan los montones de chicas -declaró Trip Fontaine.
El señor Lisbon se recostó en el sillón y soltó un largo suspiro. Contempló la fotografía de su familia y en ella vio un rostro que le sonreía como en sueños pero que ya no existía.
– Lo hablaré con su madre -dijo por fin-. Haré lo que pueda.
Así fue como algunos de nosotros tuvimos ocasión de salir con las niñas Lisbon la única vez que ellas tuvieron ocasión de salir sin carabina. Tan pronto como abandonó el aula el señor Lisbon, Trip Fontaine reunió a sus compañeros de equipo. Aquella tarde, durante la hora de entrenamiento, mientras hacíamos carreras por el campo, nos anunció:
– Voy con Lux Lisbon al partido. Necesito a tres chicos más para las hermanitas. ¿Quién se apunta?
En los intervalos de los veinte metros, jadeantes y sin aliento, con los desfavorecedores petos y los calcetines sucios, uno tras otro tratamos de convencer a Trip Fontaine de que contara con nosotros. Jerry Burden le ofreció tres canutos. Parkie Denton le dijo que él podía disponer del Cadillac de su padre. Todos nos brindamos a proporcionar alguna ventaja. Buzz Romano, apodado Cable debido al sorprendente animal amaestrado que tenía entre las piernas y que nos había mostrado un día en las duchas, se cubrió el casco con las manos y comenzó a gimotear en un extremo del campo.
– ¡Me muero! ¡Me muero! ¡Llévame a mí, Tripero! Al final se eligió a Parkie Denton por lo del Cadillac, a Kevin Head porque había ayudado a Trip Fontaine a reparar el motor de su coche, y a Joe Hill Conley porque siempre sacaba sobresalientes y Trip pensó que así impresionaría al señor y a la señora Lisbon. El día siguiente Trip presentó la lista de candidatos al señor Lisbon y hacia el final de la semana éste le comunicó su decisión y la de su esposa. Autorizaban a salir a las chicas bajo las siguientes condiciones: (1) irían en un solo grupo; (2) irían al baile y a ningún sitio más; (3) volverían a casa a las once. El señor Lisbon dijo a Trip que era imposible burlar aquellas condiciones.
– Yo seré uno de los acompañantes -dijo.
Resulta difícil saber qué supuso para las hermanas Lisbon aquella salida. Cuando el señor Lisbon les comunicó que les daba permiso para salir, Lux echó a correr, le dio un abrazo y lo besó con el cariño espontáneo de una niña pequeña.
– Hacía años que no me besaba de aquella manera -diría él después.
Las otras chicas reaccionaron con menos entusiasmo. En aquel momento Therese y Mary estaban jugando a damas bajo la mirada vigilante de Bonnie. Suspendieron su estado de concentración y apartaron los ojos del abollado tablero metálico, después de lo cual preguntaron a su padre la identidad de los demás chicos del grupo. El señor Lisbon les dio los nombres.
– ¿Quién va con quién? -preguntó Mary.
– Lo echarán a suertes -dijo Therese, y a continuación movió seis ruidosas posiciones como dándose por aludida.
La tibia reacción de las demás se explicaba por la historia familiar. En connivencia con otras madres cuya compañía frecuentaba en la iglesia, la señora Lisbon ya había concertado otras salidas en grupo de sus hijas. Los chicos Perkin habían llevado a las chicas Lisbon en cinco canoas de aluminio impulsadas por una hélice a través de un lóbrego canal de Belle Isle, mientras el señor y la señora Lisbon y el señor y la señora Perkin vigilaban a distancia desde botes impulsados igualmente por hélices. La señora Lisbon era de la opinión de que las exigencias más urgentes de la edad se compensaban sobradamente retozando al aire libre: el amor sublimado disparando dardos. Recientemente, en una excursión por carretera (sin otra razón para hacerla que el aburrimiento y el cielo gris), nos paramos en Pennsylvania y, al ir a comprar velas en una tosca tienda, nos enteramos de las costumbres que observan durante el noviazgo los miembros de la comunidad amish en virtud de las cuales el chico lleva a la novia que han elegido sus padres a dar un paseo en un coche negro, seguido por otro en el que viajan los padres de ella. La señora Lisbon creía que había que mantener una estricta vigilancia sobre las relaciones amorosas. Pero mientras el muchacho amish se presenta en plena noche a arrojar piedras a la ventana de su amada (contando con que todos harán como si no oyesen), en la doctrina de la señora Lisbon no entraba la amnistía nocturna y sus canoas jamás conducían a campamento alguno.