Por fin aparecieron las hermanas Lisbon en lo alto de la escalera. Estaba bastante oscuro (tres bombillas, de las doce que tenía la araña de cristal, estaban fundidas) y mientras bajaban se agarraban ligeramente a la barandilla. Los vestidos holgados que llevaban le recordaron a Kevin Head las túnicas de los niños que cantan en los coros.
– Pero ellas no parecían advertirlo. Creo, personalmente, que aquellos vestidos les gustaban. O a lo mejor es que estaban tan contentas de poder salir que no les importaba lo que llevasen. Tampoco a mí me importaba. Estaban guapísimas.
Sólo cuando llegaron al pie de la escalera los chicos se dieron cuenta de que no habían decidido cómo se emparejarían. Naturalmente, Trip Fontaine tenía derechos adquiridos sobre Lux, pero las otras tres estaban por adjudicar. Por suerte, los vestidos y los peinados las hacían homogéneas.
Una vez más, los chicos no estaban seguros de quién era quién. En lugar de preguntar, hicieron lo primero que se les ocurrió: ofrecerles la flor que llevaban para cada una.
– Las flores son blancas -dijo Trip Fontaine-. No sabíamos de qué color sería el vestido y el chico de la floristería nos ha dicho que el blanco va bien con todo.
– Me gusta que sean blancas -dijo Lux al tiempo que cogía el ramillete, que estaba dentro de una pequeña caja de plástico.
– No hemos querido comprar esas flores que se ponen en la muñeca -explicó Parkie Denton- porque siempre se caen.
– Sí, no son prácticas -dijo Mary.
Nadie dijo nada más. Nadie se movió. Lux examinó la flor encerrada en la cápsula contra el tiempo. De pronto, la señora Lisbon dijo:
– ¿Por qué no dejáis que ellos os las prendan?
Al oír aquellas palabras, las chicas dieron un paso al frente, ofreciendo tímidamente las pecheras de los vestidos. Los chicos manosearon torpemente las flores, las sacaron de sus estuches prescindiendo de los alfileres decorativos que las sujetaban. Sentían clavada sobre ellos la mirada de la señora Lisbon y, aunque estaban lo bastante cerca de las chicas para notar su aliento y oler el primer perfume que se habían puesto en la vida, no sólo procuraron no pincharlas, sino ni siquiera tocarlas. Levantaron suavemente la tela que les cubría los pechos y les prendieron las flores blancas sobre el corazón. Cada uno se adjudicó la chica a la que le había prendido la flor. Al terminar, dieron las buenas noches a la señora Lisbon y escoltaron a las chicas hasta el Cadillac, sosteniendo las cajas que habían contenido las flores sobre sus cabezas para protegerles el cabello de la lluvia.
A partir de aquel momento las cosas fueron mejor de lo que habían esperado. En sus casas, los muchachos se habían imaginado a las hermanas Lisbon con todos los elementos del decorado que les brindaba su pobre imaginación: retozando entre el oleaje o deslizándose juguetonas en la pista de hielo o haciendo oscilar ante nuestros ojos los pompones de los gorros de esquí como si fuesen frutas maduras. Pero ya en el coche, sentados junto a las chicas de carne y hueso, descubrieron hasta qué punto eran erróneas aquellas imágenes. Quedaron igualmente descartadas cualidades negativas tales como que las chicas estaban locas o al menos ligeramente chaladas. (Siempre resulta que la vieja loca que encuentras todos los días en el ascensor está perfectamente cuerda cuando decides hablar con ella.) La revelación fue, para los chicos, más o menos ésta:
– No eran muy diferentes de mi hermana -declaró Kevin Head.
Alegando que nunca tenía ocasión de hacerlo, Lux quiso sentarse delante. Se colocó entre Trip Fontaine y Parkie Denton. Mary, Bonnie y Therese se apelotonaron en el asiento de atrás, Bonnie la más fastidiada. Joe Hill Conley y Kevin Head se sentaron uno a cada lado, junto a las puertas traseras.
Vistas de cerca, las hermanas Lisbon tampoco parecían deprimidas. Se instalaron en los asientos sin que les importaran demasiado las apreturas. Mary iba casi sentada en las rodillas de Kevin Head y se pusieron a charlar inmediatamente. Al pasar por delante de las casas, hacían comentarios sobre las familias que vivían en ellas, lo que indicaba que nos habían estado observando con el mismo interés con que nosotros las observábamos a ellas. Hacía dos veranos que habían visto al señor Tubbs, cogerente de UAW, cuando daba un puñetazo a la mujer que siguió a su esposa hasta su casa después de un accidente de automóvil sin importancia. Sospechaban que los Hessen habían sido nazis o simpatizantes de los nazis. Detestaban el cobertizo de aluminio de los Krieger.
– El señor Belvedere ataca de nuevo -dijo Therese refiriéndose al presidente de la empresa de rehabilitación de viviendas en su anuncio nocturno.
Como nosotros, las chicas tenían recuerdos muy precisos sobre diferentes arbustos, árboles y tejados de garajes. Se acordaban de los motines racistas, del día en que desfilaron los tanques por nuestra calle y la Guardia Nacional se lanzó en paracaídas en los patios de nuestras casas. Después de todo, eran vecinas nuestras.
Al principio los chicos permanecían callados, agobiados por la locuacidad de las hermanas Lisbon. ¿Quién hubiera dicho que hablaban tanto, que tenían tantas opiniones, que palpaban el mundo con tantos dedos? Entre las esporádicas ojeadas que les habíamos dirigido, las chicas habían continuado sus vidas, desarrollándose de una manera que ni siquiera podíamos imaginar, leyéndose todos los libros de la expurgada biblioteca familiar. Sin embargo, en cierto modo habían aprendido cómo debían comportarse cuando salían con chicos gracias a la televisión o a lo que habían observado en la escuela, por lo que sabían mantener una conversación fluida o llenar los embarazosos silencios que pudieran producirse. Su inexperiencia en materia de trato con chicos se ponía únicamente de manifiesto a través de sus remilgados peinados, cuyo relleno parecía estar a punto de salirse por todas partes, o de las agujas excesivamente visibles con que se sujetaban el cabello. La señora Lisbon jamás les había dado consejos de belleza y tenía vedada la entrada en la casa a las revistas femeninas (un artículo publicado en Cosmo, «¿Eres multiorgásmica?», había sido la gota que colmó el vaso). Las chicas Lisbon lo habían hecho lo mejor que habían podido.
Lux se pasó todo el viaje manipulando la radio para localizar su canción favorita.
– Me crispa los nervios -dijo-, sabes que la están tocando en alguna parte pero no puedes localizarla.
Parkie Denton enfiló la avenida Jefferson, pasó por delante del edificio Wainwright con su histórica lápida verde y se dirigió al grupo de mansiones situadas frente al lago. En los jardines delanteros brillaban farolasde gas de imitación. En cada esquina había una camarera negra esperando el autobús. Siguieron adelante, pasaron frente al resplandeciente lago y finalmente llegaron a la escuela después de atravesar el camino cubierto por las irregulares copas de los olmos.
– Esperemos un poco -rogó Lux-, quiero fumarme un cigarrillo antes de entrar.
– Papá lo olerá -dijo Bonnie desde el asiento trasero.
– ¡Qué va! Llevo pastillas de menta -dijo agitándolas.
– Huele el tabaco en la ropa.
– Pues se le dice que en el lavabo había alguien fumando.
Parkie Denton bajó la ventana de delante mientras Lux fumaba. No se dio prisa, sacaba el humo por la nariz. De pronto avanzó la barbilla en dirección a Trip Fontaine, redondeó los labios y, con un perfil de chimpancé, le envió tres anillos de humo perfectos.