– Que no se muera ninguna virgen -exclamó Joe Hill Conley inclinándose hacia el asiento delantero y atrapando uno.
– ¡Menuda vulgaridad! -dijo Therese.
– Sí, Conley -dijo Trip Fontaine-, a ver cuándo empiezas a crecer un poco.
Camino del baile, se formaron las parejas. A Bonnie se le quedó metido el tacón del zapato en la grava y tuvo que apoyarse en Joe Hill Conley para desengancharlo. Trip Fontaine y Lux iban juntos, ya formaban un todo. Kevin Head iba al lado de Therese, mientras Parkie Denton daba el brazo a Mary.
La llovizna había parado un momento y habían empezado a aparecer grupos de estrellas. Bonnie, que había conseguido liberar el tacón, levantó los ojos al cielo y comentó:
– ¡Siempre la Osa Mayor! Cuando miras los mapas los ves llenos de estrellas, pero si levantas los ojos lo único que ves es la Osa Mayor.
– Es por las luces de la ciudad -le aclaró Joe Hill Conley.
– ¡Pamplinas! -dijo Bonnie.
Las hermanas Lisbon sonreían al entrar en el gimnasio, lleno de rutilantes calabazas y de espantapájaros vestidos con los colores de la escuela. El comité encargado de organizar el baile había optado por el tema de la siega. La pista de baloncesto estaba cubierta de paja y en la mesa de la sidra había cornucopias que vomitaban tumorosos calabacines. El señor Lisbon ya había llegado, llevaba una corbata anaranjada que reservaba para las ocasiones festivas. Estaba hablando con el señor Tonover, el profesor de química. El señor Lisbon no se dio por enterado de que sus hijas acababan de llegar aunque muy bien podía haber sido que no las hubiera visto. Las luces de la pista habían sido recubiertas con gelatina anaranjada del teatro y las gradas quedaban a oscuras. Del tanteador colgaba una bola de discoteca que habían alquilado y que inundaba la sala de manchas de luz.
Nosotros también habíamos llegado con nuestras parejas y bailábamos como quien sostiene un maniquí, mirando por encima de los hombros cubiertos de gasa de nuestra chica, en busca de las hermanas Lisbon. Las vimos entrar, vacilantes sobre sus tacones altos. Con ojos muy abiertos echaron una mirada al gimnasio, después de lo cual hablaron entre ellas y dejaron a sus parejas para llevar a cabo la primera de las siete excursiones al cuarto de baño que harían a lo largo de aquella noche. Hopie Riggs estaba delante del lavabo cuando entraron las hermanas.
– Me di cuenta de que se sentían incómodas con aquellos vestidos -nos explicó-. No dijeron nada, pero resultaba evidente. Esa noche yo llevaba un vestido con el cuerpo de terciopelo y la falda de tafetán. Todavía me va bien.
Sólo Mary y Bonnie tenían necesidad de ir al servicio. Lux se miró al espejo el tiempo necesario para corroborar su belleza, Therese evitó mirarse.
– No hay papel -dijo Mary desde el retrete-. Dadme un poco.
Lux arrancó unas cuantas servilletas de papel del dispensador del lavabo y se las echó por encima de la puerta.
– Está nevando -dijo Mary.
– Armaban mucho ruido, como si estuvieran en su casa -explicó Hopie Riggs-. Yo tenía algo en la parte de atrás del vestido y Therese me lo sacó.
Al preguntarle si las niñas Lisbon habían dicho algo sobre sus parejas en el ámbito íntimo del cuarto de baño, Hopie respondió:
– Mary dijo que estaba contenta de que el chico que le había tocado no fuera un asco total, aunque la verdad es que lo era. Me parece que les importaban menos los chicos que iban con ellas que estar en el baile. A mí me ocurría lo mismo. A mí me acompañaba Tim Carter, que era un auténtico renacuajo.
Cuando las hermanas salieron del cuarto de baño, en la pista había mucha más gente y varias parejas paseaban lentamente por el gimnasio. Kevin Head preguntó a Therese si quería bailar con él y no tardaron en perderse en el tumulto.
– ¡Dios mío, yo era tan joven! -nos diría Kevin años más tarde-. ¡Y tenía tanto miedo! También ella tenía miedo. La cogí de la mano y no sabíamos qué hacer, no sabíamos si enlazar los dedos o no. Por fin los enlazamos. Eso fue lo que se me quedó más grabado, lo de los dedos.
Parkie Denton aún se acuerda de los movimientos estudiados de Mary, de su pose.
– Era ella la que llevaba la batuta -dijo-. Tenía en una mano un Klennex hecho una bola.
Mientras bailaba mantenía una conversación muy comedida, del tipo de las que sostienen las muchachas con los duques en las películas antiguas mientras bailan un vals. Se mantenía muy erguida, como Audrey Hepburn, esa actriz a la que idolatran todas las mujeres y en la que los hombres jamás piensan. Daba la impresión de que tenía dibujada en la mente la pauta que debían seguir sus pies en el suelo, el aspecto que debían tener los dos juntos, y estaba fuertemente concentrada en ese tipo de cosas.
– Su expresión era tranquila -declaró Parkie Denton-, pero por dentro estaba tensa. Tenía los músculos de la espalda como las cuerdas de un piano.
En las piezas rápidas, Mary no lo hacía tan bien.
– Como los viejos cuando se empeñan en bailar en las bodas.
Lux y Trip no bailaron hasta más tarde y lo primero que hicieron fue buscar un sitio en el gimnasio donde pudieran estar a solas. Pero Bonnie los siguió.
– Y yo la seguí a ella -explicó Joe Hill Conley-. Hacía como que quería pasear, pero miraba de reojo a Lux y no la perdía de vista ni un instante.
Iban de un lado a otro del grupo de los que bailaban. Siguieron la pared más alejada del gimnasio, pasaron por debajo de la red de baloncesto, ahora cubierta de adornos, y acabaron en las gradas. Entre dos bailes, el señor Durid, jefe de estudios, declaró abierta la votación para elegir el rey y la reina del baile y, mientras todos tenían la vista clavada en la urna de cristal donde había que depositar las papeletas, colocada sobre la mesa de la sidra, Trip Fontaine y Lux Lisbon se colaron debajo de las gradas.
Bonnie fue tras ellos.
– Como si temiera quedarse sola -dijo Joe Hill Conley.
Pese a que ella no se lo había pedido, él la siguió. Abajo, gracias a las franjas de luz que se filtraban a través de las tablas, vio que Trip Fontaine acercaba una botella a la cara de Lux para que leyera la etiqueta.
– ¿Ha visto alguien que te metías aquí debajo? -preguntó Lux a su hermana.
– No.
– ¿Y a ti?
– No -respondió Joe Hill Conley.
Después ya nadie dijo nada más y la atención de todos se centró en la botella que sostenía Trip Fontaine en la mano. Los reflejos de la bola de luces brillaban en la botella e iluminaron la encendida fruta de la etiqueta.
– Schnapps de melocotón -explicaría Trip Fontaine años más tarde en el desierto, en la época que estaba abandonando eso y todo lo demás-. A las chavalas les encanta.
Había comprado el licor aquella tarde con un carné de identidad falso y había llevado la botella escondida en el forro de la chaqueta. Ahora, mientras los otros tres lo observaban, desenroscó el tapón y tomó un sorbo de aquella especie de néctar de miel.
– Hay que probarlo con un beso -dijo. Acercó la botella a los labios de Lux y agregó-: No te lo tragues. Después él tomo otro sorbo, acercó la boca a la de Lux y le dio un beso que sabía a melocotón. Lux se atragantó debido a la intensidad del placer. Se echó a reír y por la barbilla le bajó un reguero de schnapps que ella recogió con la mano en la que llevaba el anillo, pero en seguida los dos se pusieron solemnes y, juntando las caras, siguieron bebiendo y besándose. Durante una pausa, Lux dijo:
– Este mejunje es una verdadera delicia.
Trip pasó la botella a Joe Hill Conley, quien la acercó a la boca de Bonnie, pero ésta la rechazó.
– No, no quiero -dijo.
– ¡Vamos, sólo un poquito! -insistió Trip.
– ¡Anda, no te hagas la estrecha! -dijo Lux.
Lo único visible eran las rendijas de los ojos de Bonnie, que la luz plateada mostró llenos de lágrimas. Joe Hill Conley acercó la botella a la mancha oscura que ocultaba su boca. Los ojos húmedos de Bonnie se agrandaron y sus mejillas se hincharon.