Siempre daba la misma explicación: que estaba explorando las cloacas debajo de su casa y que se había perdido. Pero empezamos a sospechar que lo que estaba explorando en realidad era el túnel que su padre había mandado construir. Cuando había fanfarroneado diciendo que vería a las chicas Lisbon mientras se duchaban todos creímos que iba a entrar en la casa de los Lisbon igual que había entrado en las otras. Nunca llegamos a saber exactamente qué había ocurrido, pero la policía lo estuvo interrogando más de una hora. Él les dijo que se había metido a gatas en el conducto de la cloaca de su casa y que después había seguido avanzando poco a poco; les describió las enormes dimensiones de los conductos, les dijo que había encontrado tazas de café y colillas dejadas por los trabajadores y dibujos al carbón de mujeres desnudas en las paredes, similares a pinturas rupestres. Dijo que se había metido en las cloacas al azar y que al pasar por debajo de las casas olía incluso lo que estaban cocinando en aquel momento. Por fin se había metido en el sótano de los Lisbon pasando a través de la reja de la cloaca. Después de sacudirse bien la ropa, había subido a la planta baja para ver si había alguien, pero la casa estaba vacía. Había dado voces y recorrido las habitaciones. Después había subido a la planta superior. En el rellano había oído correr agua y se había acercado a la puerta del cuarto de baño. Paul Baldino insistió en que había llamado con los nudillos a la puerta y que, al entrar, había encontrado a Cecilia desnuda, con las muñecas rezumando sangre y que lo primero que hizo tan pronto como se hubo recuperado del susto fue llamar a la policía, porque su padre le había enseñado que eso es lo que hay que hacer siempre.
Por supuesto, quienes primero vieron la estampa plastificada fueron los sanitarios, y el gordo, agobiado con las prisas, se la guardó en el bolsillo. Ya en el hospital se acordó de la estampa y de que quería dársela al señor y a la señora Lisbon. Cecilia ya estaba fuera de peligro y sus padres aguardaban sentados en la sala de espera, aliviados pero confusos. El señor Lisbon dio las gracias al sanitario por haber salvado la vida de su hija. Después dio vuelta a la estampa y leyó las palabras impresas en el dorso:
La Virgen María se ha aparecido en nuestra ciudad y ha traído su mensaje de paz a un mundo que se está desmoronando. Como en Lourdes y Fátima. Nuestra Señora ha premiado con su presencia a personas como tú. Para más información llamar al 555 – MARY.
El señor Lisbon lo leyó tres veces y después, con voz de desaliento, dijo:
– La bautizamos, la confirmamos y ahora cree en esta mierda.
Fue su única blasfemia durante aquella dura prueba. La señora Lisbon reaccionó arrugando la estampa en el puño (pero sobrevivió, tenemos una fotocopia).
El periódico local no se dignó publicar ningún artículo sobre el intento de suicidio porque el editor, el señor Baubee, estimaba que una noticia tan deprimente como aquélla no encajaría muy bien entre el artículo sobre la Exposición Floral de la Asociación Juvenil y las fotografías de novias sonrientes publicadas en la última página. El único artículo interesante de aquel día hacía referencia a la huelga de los empleados del cementerio (se acumulaban los cadáveres, no había acuerdo a la vista), pero estaba en la página cuatro, debajo de los resultados de las ligas menores de béisbol.
Al volver a casa, el señor y la señora Lisbon se encerraron con las niñas y no hablaron ni una sola palabra sobre lo ocurrido. Sólo cuando la señora Scheer la presionó lo suficiente, la señora Lisbon hizo referencia al «accidente de Cecilia», y habló del asunto como si la niña se hubiera cortado al caer. Sin embargo, Paul Baldino, perturbado por la visión de la sangre, nos describió con precisión y objetividad lo que había visto y no dejó lugar a dudas sobre que Cecilia había perpetrado un acto de violencia contra sí misma.
La señora Buck encontraba extraño que la navaja hubiera ido a parar al lavabo.
– Si uno se corta las muñecas en la bañera, ¿no dejará la navaja junto a ella? -decía.
Esto llevó a preguntarse si Cecilia se habría hecho los cortes en la muñeca mientras estaba metida en la bañera o cuando estaba de pie en la alfombrilla, ya que en ésta había manchas de sangre. Para Paul Baldino no había duda:
– Lo hizo en el lavabo y después se metió en la bañera -explicaba-. ¡Por eso lo dejó todo perdido!
Cecilia estuvo bajo observación una semana. La ficha del hospital indica que la arteria de la muñeca derecha estaba totalmente seccionada porque la niña era zurda, pero que la herida de la muñeca izquierda no había sido tan profunda y había dejado intacta la parte inferior de la arteria. Tuvieron que darle veinticuatro puntos en cada muñeca.
Cuando volvió, todavía llevaba puesto el traje de novia. La señora Patz, cuya hermana era enfermera del Bon Secours, dijo que Cecilia se había negado a ponerse la bata del hospital y que había pedido su vestido de novia. El doctor Hornicker, psiquiatra, estimó que lo mejor sería complacerla. El día que Cecilia volvió a casa se desencadenó una tormenta. Estábamos en casa de Joe Larson, que vivía al otro lado de la calle, cuando se oyó el primer trueno. La madre de Joe gritó desde abajo que cerrásemos todas las ventanas y después saliéramos corriendo hacia nuestra casa. En la calle, un profundo vacío había aquietado el aire. Una ráfaga de viento agitó una bolsa de papel, la levantó, la hizo girar unas cuantas veces, la llevó volando entre las ramas bajas de los árboles. Mientras aquel vacío del aire se disolvía de pronto en aguacero y el cielo se volvía negro, la furgoneta de los Lisbon trataba de abrirse camino en medio de la oscuridad.
Llamamos a la madre de Joe para que subiera a mirar y a los pocos segundos oímos que se acercaba rápidamente por la escalera alfombrada y se reunía con nosotros junto a la ventana. Era martes y la madre de Joe olía a pulimento para muebles. Vimos que la señora Lisbon abría la puerta del coche con el pie y salía trabajosamente cubriéndose la cabeza con el bolso para no mojarse. Encorvada y ceñuda, abrió la puerta de atrás. Llovía a cántaros y la señora Lisbon tenía el pelo empapado pegado a la cara. Por fin asomó la cabecita de Cecilia, borrosa a causa de la lluvia, moviéndose con extrañas sacudidas debido al doble cabestrillo que le sujetaba los brazos. Le costó trabajo coger impulso suficiente para tenerse en pie. Cuando por fin lo consiguió, levantó los dos cabestrillos como sendas alas de tela mientras la señora Lisbon la cogía por el codo izquierdo y la conducía a casa. Para entonces llovía a cántaros y no alcanzábamos a distinguir el otro lado de la calle.