– Todavía no la saques, déjala un minuto. Así nos sentiremos más unidos.
Otras veces afrontaba el acto como un deber, colocaba a los chicos en su sitio, les desabrochaba el cinturón y les bajaba la cremallera con la actitud mecánica de una cajera de supermercado. Las precauciones que tomaba para no quedar embarazada eran de lo más contradictorio. Algunos afirmaban que se servía de procedimientos complicados, que se introducía tres o cuatro gelatinas o cremas a la vez, rematadas con un espermicida blanco al que se refería con el nombre de «la crema de queso». En ocasiones se limitaba a usar el «método australiano», consistente en agitar una botella de Coca-Cola y regar con ella sus interioridades. Cuando le daba por ser más estricta, pronunciaba aquella consigna suya que sonaba a ultimátum.
– Nada de erección sin protección.
A menudo usaba productos farmacéuticos; otras veces, sin embargo, seguramente cortada por los impedimentos de la señora Lisbon, recurría a los ingeniosos métodos concebidos por las comadronas de otros tiempos. El vinagre demostró sus propiedades, al igual que el jugo de tomate: diminutas naves del amor naufragando en mares ácidos. Lux conservaba todo un surtido de botellas, así como un complejo arsenal que tenía escondido detrás de la chimenea. Nueve meses después, cuando los techadores contratados por la joven pareja que acababa de mudarse encontraron las botellas, comentaron a la esposa:
– Parece que aquí arriba había alguien que preparaba ensaladas.
Si ya era una locura hacer el amor en el tejado en cualquier época del año, hacerlo en invierno indicaba enajenación, desesperación, autodestrucción muy por encima del placer que pueda conseguirse debajo de árboles que gotean. Si algunos veíamos a Lux como una fuerza de la naturaleza, inasequible al frío, una diosa de hielo concebida por la propia estación, la mayoría sabíamos que no era más que una chica que corría peligro de morir de frío o que perseguía ese final. En consecuencia, no nos sorprendió que, después de tres semanas de exhibiciones al aire libre, volviera a presentarse la ambulancia. Aquella vez, la tercera, la ambulancia ya se había hecho tan habitual como las histéricas voces de la señora Buell llamando a Chase a casa. Cuando apareció como un bólido por la calle, su imagen familiar impidió que reparásemos en los neumáticos para la nieve recién colocados y en los anillos de sal incrustados en los guardabarros. Vimos al sheriff -el tipo delgado y con bigote- saltar del asiento del conductor antes de que tuviera tiempo de saltar realmente y, a partir de aquel momento, cada imagen ya estuvo marcada con la impronta del déjá vu. Estábamos preparados para ver a las chicas pasando por delante de las ventanas con las batas puestas, encenderse las luces que iluminarían el derrotero de los sanitarios hasta la víctima, primero la luz del vestíbulo, después la del salón, después la del pasillo de arriba, después la del dormitorio de la derecha, hasta que toda la casa, como una máquina tragaperras, quedase totalmente iluminada por sectores. Eran más de las nueve de la noche y no había luna. Los pájaros habían anidado en las farolas, por eso la luz se filtraba a través de las briznas de paja y de las plumas de la muda. Hacía tiempo que los pájaros habían emprendido el camino del sur, pero de nuevo el sheriff y el gordo aparecieron en la puerta de la casa de los Lisbon. Llevaban la camilla, tal como esperábamos, pero al iluminarse el porche no estábamos preparados para ver lo que vimos: Lux Lisbon sentada, totalmente viva.
Parecía acongojada, pero al sacarla en andas de la casa tuvo la presencia de ánimo suficiente para coger el Reader's Digest, que después, en el hospital, se leería de cabo a rabo. De hecho, pese a las convulsiones (se cogía el vientre con las manos), Lux había tenido la osadía de darse en los labios una capa de carmín rosado que, al decir de los que estuvieron en el tejado con ella, sabía a fresa. La hermana de Woody Clabault tenía una barra de la misma marca y una vez que nos metimos en el cuarto donde sus padres guardaban los licores, pedimos a Woody que se pintara los labios y nos besara a todos por turno para que supiésemos cómo sabía. Por encima del sabor de las bebidas que improvisamos aquella noche -una parte de ginger ale, una parte de bourbon, una parte de zumo de lima y una parte de whisky escocés-, pudimos apreciar el gusto a cera de fresas en los labios de Woody Clabault, transformados delante de la chimenea de su casa en los labios de Lux. En la grabadora sonaba una estruendosa música de rock, mientras nosotros nos agitábamos en las butacas, flotando incorpóreos de vez en cuando hasta el sofá para hundir la cabeza en el frasco de fresas, pese a lo cual al día siguiente nos negamos a recordar lo ocurrido y de hecho ésta es la primera vez que hablamos del incidente. En cualquier caso, el recuerdo de aquella noche fue sustituido por el de Lux transportada a la ambulancia porque, pese a las discrepancias de tiempo y espacio, fueron los labios de Lux los que catamos, no los de Clabault.
Era evidente que Lux necesitaba un lavado de cabello. George Pappas, que se acercó a la ambulancia antes de que el sheriff cerrara la puerta, dijo que Lux tenía sangre pegada en las mejillas.
– Se le notaban las venas -dijo.
Con la revista en una mano, agarrándose el vientre con la otra, fue transportada en la camilla como en un cimbreante bote salvavidas. Sus sacudidas, sus gritos, sus muecas de dolor no hacían sino poner más de relieve la inerte inmovilidad de Cecilia, a la que ahora veíamos en el recuerdo más muerta de lo que había estado en la realidad. La señora Lisbon no subió de un salto a la ambulancia como la otra vez, sino que se quedó de pie en el césped agitando la mano como si su hija fuera a pasar unas vacaciones a un campamento de verano. Ni Mary ni Bonnie ni Therese salieron de la casa. Al hablar más tarde del asunto, nos dimos cuenta de que muchos habíamos tenido en aquel momento una especie de confusión mental, que no hizo sino empeorar en ocasión de las muertes restantes. El síntoma predominante de aquel estado fue una incapacidad para recordar ningún sonido. Las puertas de la ambulancia golpearon sin ruido, la boca de Lux (once empastes, según los archivos del doctor Roth) profirió gritos mudos, en tanto que la calle, las ramas de los árboles con sus crujidos, los semáforos con sus destellos de diferentes colores, el zumbido eléctrico de la caja en el paso de peatones -sonidos todos ellos que normalmente son ruidos clamorosos-, quedaron en suspenso o se produjeron a un volumen tan bajo que impidió que los oyéramos pese a provocarnos estremecimientos en la columna vertebral. El sonido sólo volvió una vez que Lux se hubo marchado. Entonces, de los televisores surgieron risas enlatadas y los padres salieron a la calle quejándose de dolor de espalda.
Pasó media hora antes de que la hermana de la señora Patz llamara desde Bon Secours con la noticia preliminar de que Lux había sufrido una peritonitis. Nos sorprendió que no padeciera ningún daño que ella misma se hubiera infligido, aunque la señora Patz añadió:
– Es la tensión. Esa pobre chica está sometida a una tensión tal que le ha reventado el apéndice, ni más ni menos. Lo mismo le pasó a mi hermana.
Brent Christopher, que aquella noche por poco se corta la mano derecha con una sierra eléctrica (estaba instalando una cocina nueva), vio que Lux era conducida en una camilla a la sala de urgencia. Pese a que él llevaba el brazo vendado y estaba atontado debido a los calmantes, recuerda que los internos levantaron a Lux y la colocaron en una cama al lado de la suya.