«No es extraño -escribía el doctor Hornicker- que el hermano de un A.M.S. [adolescente muerto por suicidio] también se suicide en un intento de aliviar la angustia que sufre. Hay familias en las que se produce un elevado índice de suicidios repetitivos.» Después, en una nota al margen, abandonó el estilo médico y apuntó: «Lemmings».
Tal como circuló durante los meses siguientes, esta teoría convenció a muchos porque simplificaba las cosas. Visto retrospectivamente, el suicidio de Cecilia había adquirido las dimensiones de un acontecimiento vaticinado desde hacía mucho tiempo. Era un hecho que ya no repugnaba a nadie y, al aceptarlo como una «causa primera», se eliminaba toda necesidad de entrar en más explicaciones. Como dijo el señor Hutch:
– Convirtieron a Cecilia en la oveja negra.
Su suicidio, visto desde esta perspectiva, pasó a ser una especie de enfermedad que hubiese contaminado a las personas más allegadas. Allí en la bañera, cociéndose en el caldo de su propia sangre, Cecilia había emanado un virus que, transportado a través del aire, había penetrado en sus hermanas, que precisamente habían acudido a salvarla. A nadie le preocupaba cómo había contraído Cecilia el virus. La transmisión devino explicación. Las otras chicas, seguras en sus habitaciones, habían olido algo extraño en el aire, pero lo habían pasado por alto. Por debajo de sus puertas habían reptado negros zarcillos de humo, elevándose por detrás de sus afanosas espaldas para adoptar las formas malignas que en las tiras cómicas adquiere el humo o la sombra: un asesino con un sombrero negro empuñando una daga, un yunque a punto de desplomarse.
El suicidio contagioso lo materializó. En la mucosa de las gargantas de las chicas se alojaban erizadas bacterias. Por la mañana, una pequeña afta había brotado en sus amígdalas. Las hermanas Lisbon se sentían perezosas. En la ventana parecía que la luz del mundo se hubiera ensombrecido. Inútilmente se restregaron los ojos. Se sentían torpes y pesadas. Los objetos de la casa habían perdido significado. Un reloj de cabecera se convirtió en un trozo de plástico moldeado que indicaba algo llamado tiempo y que estaba en un mundo cuyo paso marcaba por alguna razón. Cuando pensábamos en las chicas en estas condiciones nos las imaginábamos como criaturas febriles que exhalaban un aliento pesado y que día tras día iban marchitándose en su aislado recinto. Salíamos a la calle con el pelo mojado en la esperanza de coger la gripe para de ese modo participar de su delirio.
De noche, los gritos de los gatos apareándose o peleando, sus maullidos en la oscuridad, nos revelaban que el mundo era emoción pura y que bullía en todas direcciones entre sus criaturas; los sufrimientos del siamés de un solo ojo no se diferenciaban mucho de los que padecían las hermanas Lisbon y hasta los árboles sucumbían al sentimiento. La primera teja de pizarra que se desprendió del tejado estuvo a punto de estrellarse contra el porche. Se hundió en el blando césped, dejando ver desde lejos el alquitrán que había debajo, permitiendo que el agua se colara. En la sala de estar, el señor Lisbon puso una vieja lata de pintura debajo de una gotera y después observó cómo se iba llenando con el color azul marino del techo del dormitorio de Cecilia (había escogido un color parecido al cielo nocturno y la lata hacía años que estaba en el armario). Con el paso de los años hubo otras latas debajo de otras goteras: sobre el radiador, en la repisa, en la mesa del comedor, pero nunca se llamó a ningún techador, entre otras cosas porque se creía que los Lisbon no toleraban que nadie entrase en su casa. Soportaban, solos, sus goteras, permaneciendo en aquella selva tropical que era su sala de estar. Mary guardaba las apariencias y se encargaba de recoger el correo (sólo facturas o folletos publicitarios; ya no llegaba ninguna clase de correspondencia personal) y aparecía con jerseys verdes o rosas estridentes adornados con corazones rojos. Bonnie vestía una especie de bata corta a la que nosotros llamábamos «su peinador», sobre todo por las plumas que llevaba prendidas en él.
– Seguro que tiene rota la almohada -dijo Vince Fusilli.
Las plumas, que no eran blancas como es corriente, sino de un color pardusco, procedían de patos de inferior calidad, animales de granja cuyo olor a jaula propagaba el viento siempre que aparecía Bonnie con sus cañones de pluma hincados en la ropa. Pero no había nadie que se acercase demasiado, que se aventurara ya a entrar en aquella casa, ni nuestros padres ni nuestras madres, ni siquiera el cura; y hasta el mismo cartero, en lugar de tocar el buzón con la mano, levantaba la tapa con el lomo del ejemplar de Círculo Familiar de la señora Eugene. El lento deterioro de la casa comenzó a evidenciarse más claramente. Nos figurábamos que las cortinas estaban hechas un pingajo hasta que advertimos que lo que veíamos no eran las cortinas sino una película de suciedad restregada en algunos puntos para poder atisbar por ellos. Lo mejor era ver cómo los hacían: la rosada palma de una mano frotaba el cristal y después se retiraba para descubrir el rutilante mosaico de un ojo que nos observaba. Los canalones del tejado se hundían.
Sólo el señor Lisbon salía de la casa, por lo que el único contacto que teníamos con sus hijas era a través de las señales que ellas dejaban en él. Parecía mejor peinado que de costumbre, como si las chicas, incapaces de atildarse ya para nadie, ahora lo atildasen a él. Ya no llevaba adheridos a las mejillas trocitos de papel higiénico con su manchita de sangre, como minúsculas banderas japonesas, lo que para muchas personas fue un signo evidente de que sus hijas se encargaban ahora de afeitarlo, y que ponían mucha más atención en ello que la que dedicaban a Joe el Retrasado sus hermanos al rasurarlo. (Pese a todo, la señora Loomis insistía en afirmar que después de lo ocurrido con Cecilia el señor Lisbon se había comprado una afeitadora eléctrica.) Prescindiendo de los detalles, el señor Lisbon pasó a convertirse en el medio a través del cual teníamos un atisbo del estado de ánimo de las chicas. Las veíamos a través del tributo que ellas le hacían pagar: ojos enrojecidos y abotargados que apenas se abrían ya para contemplar a unas hijas que se iban marchitando; zapatos gastados de tanto subir unas escaleras sobre las que planeaba la amenaza de algún otro cuerpo inerte; tez cetrina que iba deteriorándose para estar a tono con la de ellas; y aquella mirada perdida del hombre que se daba cuenta de que la única vida que tendría sería aquélla, poblada de muerte. Cuando salía para ir a trabajar, la señora Lisbon ya no lo reconfortaba con una taza de café, pese a lo cual apenas se ponía al volante cogía automáticamente del salpicadero la taza de café frío de la semana anterior y se la llevaba a los labios. En la escuela, recorría los pasillos con fingida sonrisa y ojos vidriosos o, en un arrebato juvenil, gritaba:
– ¡En guardia!
Y acorralaba a los estudiantes contra la pared. Pero aguantaba demasiado rato, y no deponía su actitud hasta que ellos le gritaban:
– Usted pega.
O bien, para sacárselo de encima:
– Usted ahora está en la zona de penalti, señor Lisbon.
Una vez el señor Lisbon hizo una llave a Kenny Jenkins y éste habló de la serenidad que se apoderó de los dos.
– Es curioso. Hasta podía olerle el aliento, pero no traté de escapar. Fue como cuando estás debajo de un montón de jugadores y a pesar de que te aplastan sientes una gran tranquilidad y te encuentras la mar de bien.
Muchos lo admiraban por continuar trabajando, en tanto que otros lo condenaban por la dureza de su corazón. Debajo del traje verde su cuerpo se parecía cada vez más a un esqueleto, como si Cecilia, al morir, se hubiera llevado una parte con ella al otro mundo. Nos recordaba a Abraham Lincoln por lo desgarbado y silencioso, y porque parecía cargar sobre sus hombros con todo el peso del dolor del mundo. Nunca pasaba por delante de un suministrador de agua sin saciar en él su modesta sed.