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Era en parte olor a mal aliento, a queso, a leche, a esa capa blanquecina que a veces cubre la lengua, pero era también similar al olor a chamusquina que se desprende de los dientes cuando los taladran. Era como ese hedor que produce el mal aliento, pero al que vas acostumbrándote a medida que te acercas a él hasta que acabas por no olerlo porque también es el de tu propio aliento. Por supuesto que, con los años, ha habido mujeres que al abrir la boca nos han lanzado a la cara ingredientes de ese olor original y alguna vez, suspendidos sobre cobertores ajenos, en la oscuridad de una traición nocturna o de una cita con una desconocida, hemos acogido con avidez cualquier nuevo mal olor debido a su conexión parcial con aquellos vahos que comenzó a despedir la casa de los Lisbon poco después de que se cerrara su puerta, y no cesaron nunca más. Incluso ahora, si nos concentramos, todavía podemos olerlos. Nos sorprendía en nuestras camas y en el campo de juegos cuando jugábamos a Matar al Hombre con la Pelota, bajaba por las escaleras de la casa de los Karafilis cuando la anciana señora Karafilis soñaba que volvía a estar en Bursa cocinando hojas de viña. Llegaba hasta nosotros incluso por encima del hedor que desprendía el puro del abuelo de Joe Barton cuando nos mostraba el álbum de fotos de los tiempos en que estaba en la Marina y nos decía que aquellas mujeres gordas en enaguas que aparecían con él eran sus primas. Por extraño que parezca, pese a que el olor era dominante, ni una sola vez tratamos de retener la respiración o, como último recurso, de exhalar el aire a través de la boca, sino que a los pocos días ya sorbíamos aquel aroma como la leche de los pechos de nuestras madres.

Siguieron meses de modorra: enero dominado por el hielo, el implacable febrero, marzo sucio y fangoso. En aquel entonces aún había inviernos, terribles tormentas de nieve, días en que cerraban la escuela a causa del mal tiempo. Pasábamos las mañanas nevadas en casa, escuchando en la radio que también habían cerrado otras escuelas (todo un desfile de condados con nombres indios, Washtenaw, Shiawassee… hasta llegar a nuestro anglosajón Wayne), sabíamos de la sensación vivificante de estar calientes bajo techo, igual que los pioneros. Ahora, debido a los vientos cambiantes que vienen de las fábricas y a la temperatura de la tierra, que va calentándose progresivamente, la nieve ya no llega nunca de manera repentina sino a través de una lenta acumulación nocturna, en súbitos espumarajos. El mundo, actor cansado, nos ofrece una temporada que sería más propia de un novato. En los tiempos de las hermanas Lisbon nevaba todas las semanas y teníamos que sacar a paletadas la nieve de la entrada de nuestras casas y formar con ella montones más altos que nuestros coches. Pasaban camiones que esparcían sal. Cuando comenzaron a encenderse las lucecitas de Navidad, el viejo Wilson hizo la extravagante exhibición de todos los años: un muñeco de nieve de seis metros de altura con tres renos mecánicos que tiraban de un enorme Papá Noel montado en su trineo. Semejante exhibición siempre atraía una hilera de coches a nuestra calle. Aquel año, sin embargo, el tráfico aminoraba la marcha en dos lugares. Veíamos familias que señalaban con el dedo y sonreían a Papá Noel, pero después se paraban en seco y observaban ávidamente la vivienda de los Lisbon como mirones que contemplasen una casa derrumbada. El hecho de que los Lisbon no encendieran luces hasta pasada la Navidad contribuyó aún más a que su casa pareciera terriblemente desolada. En el jardín de los Pitzenberger, que vivían en la casa de al lado, tres ángeles inmovilizados por la nieve soplaban sus rojas trompetas. En casa de los Bates, en la acera de enfrente, brillaban caramelos multicolores entre helados arbustos cubiertos de escarcha. Hasta enero, cuando hacía ya una semana que no trabajaba, el señor Lisbon no salió de su casa para colgar guirnaldas de lucecitas. Cubrió con ellas los arbustos de la parte delantera, pero al conectar las luces no se sintió complacido con el resultado.

– Hay una intermitente -explicó al señor Bates cuando éste se metía en el coche-. La caja dice que lleva una marca de color rojo, pero las he revisado todas y no la encuentro. Detesto las luces que parpadean.

El señor Lisbon podía detestarlas, pero seguían destellando siempre que se acordaba de conectarlas por la noche.

Durante todo el invierno las hermanas Lisbon se mantuvieron esquivas. A veces salía alguna a la calle, abrazándose el cuerpo con los brazos cruzados y formando una nube de vapor con la respiración, pero un minuto después volvía a meterse dentro. Por la noche Therese continuaba utilizando su emisora de radioaficionada y enviaba mensajes que la llevaban lejos de su casa, a calentarse en los estados sureños e incluso hasta la punta de América del Sur. Tim Winer intentaba encontrar la frecuencia de onda de Therese y llegó a afirmar que había dado con ella. En una ocasión la oyó hablar con un hombre de Georgia sobre el perro de éste (artritis en la cadera, ¿lo operaba o no?) y otra vez, a través de aquel medio que está al margen de sexos y naciones, Therese habló con un ser humano cuyas escasas respuestas Winer consiguió grabar. No eran más que puntos y rayas, pero nos las ingeniamos para traducirlas al inglés. La conversación se desarrolló más o menos en estos términos:

– ¿Tú también?

– Mi hermano.

– ¿Cuántos años?

– Veintiuno. Guapo. Tocaba bien violín.

– ¿Cómo?

– Puente próximo. Corriente rápida.

– ¿Cómo lo cruzó?

– No lo cruzó.

– ¿Cómo es Colombia?

– Caluroso. Tranquilo. Ven.

– Me gustaría.

– Respecto de bandidos estás equivocada.

– Te dejo. Mamá me llama.

– Pinté tejado de azul, como dijiste.

– Adiós.

– Adiós.

Eso fue todo. Nos parece que la interpretación es bastante obvia y sirve para demostrar que, en marzo, Therese estaba conectando con un mundo más libre. En esta época pidió solicitudes de ingreso en una serie de universidades (los periodistas hablarían de ello más tarde). Las hermanas Lisbon también solicitaban catálogos de artículos que no estaban en condiciones de comprar y el buzón de los Lisbon volvió a llenarse de catálogos de muebles de Scott-Shruptine, de indumentaria lujosa, de vacaciones exóticas. Como no podían ir a ninguna parte, las chicas viajaban con la imaginación a templos siameses coronados de oro o pasaban junto a un viejo que con el cubo y el rastrillo iba recogiendo las hojas de un trocito de Japón alfombrado de musgo. Tan pronto como supimos los nombres de esos folletos los solicitamos para enterarnos de los sitios a los que querían ir las hermanas Lisbon: Aventuras en el Lejano Oriente, Circuitos sin trabas, Túnel hacia la China, Orient Express. Los conseguimos todos y, al hojearlos, recorrimos polvorientos caminos en compañía de aquellas muchachas, nos paramos de vez en cuando para ayudarlas a descargar las mochilas, les rozamos con las manos los hombros cálidos y húmedos, contemplamos puestas de sol entre papayos. Tomamos el té con ellas en un pabellón acuático, sobre refulgentes pececillos dorados. Hicimos todo cuanto deseábamos hacer, y Cecilia no se había suicidado, sino que era una novia de Calcuta que iba cubierta con un velo rojo y se había teñido con alheña las plantas de los pies. La única manera de acercarnos a las hermanas Lisbon fue a través de esas imposibles excursiones que dejaron en nosotros cicatrices perennes y que nos hicieron más felices con aquellos sueños que a las mujeres. Algunos maltrataron los catálogos, se los llevaron a sus habitaciones o se los escondieron debajo de la camisa. Pero teníamos poca cosa más que hacer, caía la nieve y el cielo era de un color gris implacable y constante.

Nos gustaría contar de manera fidedigna qué ocurría en casa de las hermanas Lisbon o qué sentían encarceladas en ella. A veces, consumidos por las averiguaciones, anhelábamos dar con alguna evidencia, alguna piedra Rosetta que nos descubriese cómo eran realmente las chicas. Pero aunque no se puede decir que aquel invierno fuese feliz, poco más habría podido afirmarse. El intento de averiguar qué dolor atormentaba a las hermanas Lisbon venía a ser como el autoexamen que los médicos nos instaban a hacer (ya habíamos llegado a esa edad). De manera regular, nos vemos obligados a explorar con distanciamiento clínico nuestra bolsa más íntima y, al presionarla, a imbuirnos de su realidad anatómica: dos huevos de tortuga alojados en un nido de minúsculos huevecillos de jibia, con tubos que entran y salen a través de un sinuoso recorrido y de protuberancias de nódulos cartilaginosos. En este paraje oscuramente trazado, entre grumos y espirales naturales, nos piden que descubramos inesperados intrusos. No sabíamos que tuviéramos todos aquellos bultos hasta que los exploramos. Así pues, nos tumbábamos boca arriba, nos explorábamos, nos asustábamos, volvíamos a explorarnos y las simientes de la muerte se perdían en aquel embrollo en el que Dios nos había metido.