No ocurría de manera diferente con las chicas. Apenas habíamos empezado a palpar su pesadumbre, ya nos preguntábamos si aquella herida particular era mortal o no, o si (en nuestra ciega manipulación) era realmente una herida. Igual podía ser una boca, así de húmeda y cálida. La cicatriz podía estar en el corazón o en la rótula. Imposible decirlo. Todo lo que podíamos hacer era ir palpando brazos y piernas, recorriendo el suave torso bivalvular hasta el rostro imaginado. Él nos habla. Pero nosotros no lo oímos.
Todas las noches escudriñábamos las ventanas de las habitaciones de las hermanas Lisbon. En la mesa, a la hora de cenar, nuestras conversaciones giraban inevitablemente en torno de la situación problemática que vivía la familia. ¿Conseguiría el señor Lisbon otro trabajo? ¿Cómo mantendría a su familia? ¿Cuánto tiempo seguirían soportando las niñas aquel encierro? Hasta la misma anciana señora Karafilis hizo uno de sus raros viajes a la planta superior (ese día no le tocaba bañarse) sólo para echar una mirada a la casa de los Lisbon, al otro lado de la calle. No recordábamos ningún otro incentivo que hubiera empujado a la anciana señora Karafilis a interesarse por el mundo, puesto que desde que la conocíamos no había hecho otra cosa que permanecer en el sótano esperando la muerte. A veces Demo Karafilis nos llevaba abajo para jugar al foosball, y entre los conductos de la calefacción, los catres de repuesto y las maletas medio desfondadas nos abríamos paso hasta el cuartito que la anciana señora Karafilis había decorado para que se pareciera al Asia Menor. De un techo enrejado colgaban racimos artificiales y decorativas cajas que contenían gusanos de seda; las paredes construidas con ladrillos de ceniza estaban pintadas de aquel color azul celeste que es definitivamente propio del país. Las postales pegadas en esas paredes eran ventanas abiertas a otro tiempo y a otro lugar en los que la anciana señora Karafilis seguía viviendo. Había un fondo de verdes montañas que se abrían a desportilladas tumbas otomanas, techados de tejas rojas y una vaharada que se elevaba de un rincón en tecnicolor donde un hombre vendía pan caliente. Demo Karafilis nunca nos dijo qué mal aquejaba a su abuela, aunque a él tampoco le parecía extraño que la tuviesen recluida en el sótano junto a la enorme caldera y a los desagües que rebosaban (las tierras bajas de nuestro barrio eran propensas a las inundaciones). Sin embargo, aquella manera suya de pararse delante de las postales, chupándose el pulgar y presionando con él siempre un mismo punto ya descolorido, aquella manera de sonreír mostrando los dientes de oro y de mover afirmativamente la cabeza ante el paisaje como si saludase a los viandantes, nos decían que la anciana señora Karafilis había sido moldeada y entristecida por una historia de la que nada sabíamos. Cuando fuimos a verla, nos dijo:
– Apagad la luz, cariño mou.
Y así lo hicimos, dejándola en la oscuridad, mientras iba dándose aire con aquel abanico que le regalaba todas las Navidades la empresa de pompas fúnebres que había enterrado a su marido. (En el abanico, cartón barato sujeto a una varilla, se veía la escena de Jesús rezando en el huerto de Getsemaní y, detrás de él, todo un cúmulo de portentosas nubes, mientras que a un lado se anunciaban los servicios funerarios.) Aparte de cuando tenía que tomar un baño, la anciana señora Karafilis sólo subía arriba -atada con una cuerda a la cintura de la que tiraba suavemente el padre de Demo mientras éste y sus hermanos colaboraban empujandola por detrás- una vez cada dos años, cuando ponían en la televisión El tren a Estambul. Entonces permanecía sentada, excitada como una muchachita, inclinada hacia delante en el sofá y esperando aquella escena de diez segundos en la que el tren pasaba por delante de unas colinas verdes que le dejaban el corazón en vilo. Levantaba entonces los dos brazos y soltaba un grito como el de un buitre mientras el tren -siempre igual- desaparecía en el interior del túnel.
A la anciana señora Karafilis jamás le preocuparon excesivamente las habladurías del vecindario, especialmente porque no entendía casi nada, y lo que entendía le parecía trivial. De joven había tenido que esconderse en una cueva para evitar que los turcos la mataran. Se había pasado un mes entero alimentándose únicamente de aceitunas e incluso tragándose los huesos para llenar el estómago. Había presenciado cómo exterminaban a miembros de su familia, había visto a hombres colgados al sol comiéndose sus propios genitales y ahora, al oír que Tommy Riggs había dejado hecho chatarra el Lincoln de sus padres o que el árbol de Navidad de los Perkin se había incendiado y había matado al gato, era incapaz de valorar el drama. La única vez que se animó fue cuando le mencionaron a las hermanas Lisbon y entonces no fue para hacer preguntas ni obtener detalles, sino para ponerse en contacto telepático con ellas. Si hablábamos de las muchachas y la anciana señora Karafilis oía lo que decíamos levantaba la cabeza e inmediatamente después se incorporaba trabajosamente de la silla y cruzaba con su bastón el frío pavimento de cemento. A un extremo del sótano un patio interior dejaba penetrar una luz débil y, acercándose a sus fríos cristales, podía contemplar un pedazo de cielo visible a través de una blonda de telarañas. Éste era todo el mundo de las hermanas Lisbon que ella podía ver, el mismo que ellas veían desde su casa, aunque para la anciana señora Karafilis constituía información suficiente. Se nos ocurrió pensar que tanto ella como las chicas leían secretos signos de desgracia en la forma de las nubes, que a pesar de la diferencia de edad había algo intemporal que las comunicaba, como si aquella mujer aconsejara a las muchachas en su griego farfullado:
– No perdáis el tiempo en la vida.
El patio de ventanas estaba cubierto de hojas que el viento había arrastrado, también había una silla rota de cuando habíamos construido un fuerte. A través de la bata de la anciana señora Karafilis se filtraba la luz, y era tan fina y su dibujo tan monótono que parecía de papel. Llevaba unas sandalias útiles para ir a un hammam, a algún lugar lleno de vapor, pero no para pisar un suelo sujeto a todo tipo de corrientes de aire.
El día que supo que las niñas volvían a estar encarceladas, levantó la cabeza y asintió sin sonreír. Al parecer, ya estaba enterada.
Mientras tomaba el baño semanal de sales de Epsom, hablaba de las hermanas Lisbon o les hablaba, no se habría podido decir cuál de las dos cosas ocurría realmente. Nosotros no nos acercábamos demasiado a ella ni escuchábamos lo que decía a través del ojo de la cerradura, porque los pocos atisbos contradictorios que habíamos tenido de la anciana señora Karafilis, con sus pechos colgantes que databan de otro siglo, sus piernas azules, su cabello enmarañado asquerosamente largo y brillante como el de una jovencita, nos llenaban de confusión. Hasta el mismo ruido del agua del baño al correr nos hacía enrojecer, mientras ella se quejaba con voz apagada de sus dolores y la mujer negra, tampoco joven por cierto, la instaba a meterse en la bañera y las dos, con toda su decrepitud a cuestas, se quedaban solas detrás de la puerta del cuarto de baño, gritando, cantando, primero la mujer negra y después la anciana señora Karafilis, que entonaba una antigua canción griega y, como fondo de todo, el ruido del agua, cuyo color no podíamos imaginar siquiera, desapareciendo en un remolino. Después de todo aquello aparecía tan pálida como antes y con la cabeza envuelta en una toalla. Oíamos sus pulmones mientras se inflaban y la mujer negra pasaba una cuerda alrededor de la cintura de la anciana señora Karafilis y se la llevaba escaleras abajo. A pesar de sus deseos de morir lo antes posible, la anciana señora Karafilis siempre afrontaba con miedo el descenso de aquellas escaleras y se agarraba a la barandilla con los ojos agrandados por las gafas sin montura. A veces, cuando pasaba, le soplábamos la última noticia acerca de las hermanas Lisbon, y ella exclamaba: