Los días siguientes vimos a menudo a Cecilia. Se sentaba en los peldaños de entrada, cogía bayas rojas de los arbustos y se las comía o se ensuciaba con el jugo las palmas de las manos. Seguía vistiendo el traje de novia, iba descalza y llevaba sucios los pies. Por la tarde, cuando daba el sol en el jardincito del frente, observaba las hormigas apelotonándose en las grietas de la acera o se tumbaba boca arriba en la hierba abonada y contemplaba las nubes. Siempre estaba acompañada por alguna de sus hermanas. Therese se llevaba los libros científicos a los peldaños de la escalera, estudiaba las fotografías del espacio interplanetario y levantaba los ojos cada vez que Cecilia se alejaba hasta el extremo del jardín. Lux extendía toallas de playa en el suelo y se bronceaba al sol mientras Cecilia se arañaba la pierna con un palo trazando arabescos en ellas. Otras veces Cecilia se acercaba a su guardiana, le echaba los brazos al cuello y le murmuraba unas palabras al oído.
Todo el mundo tenía su teoría acerca de por qué había tratado de matarse. La señora Buell decía que la culpa era de los padres.
– La niña no quería morirse, lo que quería era irse de su casa -nos dijo.
– Quería cambiar de decorado -añadió la señora Scheer.
El día que Cecilia volvió del hospital, las dos mujeres le trajeron un pastel como muestra de cariño, pero la señora Lisbon se negó a reconocer que hubiera ocurrido ninguna calamidad. Encontramos mucho más vieja y enormemente gorda a la señora Buell, que aún dormía en una habitación separada de la de su marido, adepto a la Ciencia Cristiana. Se recostaba en la cama, llevaba gafas reflectantes nacaradas durante el día y agitaba ruidosamente cubitos de hielo en vasos altos que, según aseguraba, sólo contenían agua, pero toda ella emanaba ahora un nuevo olor a indolencia vespertina, un perfume a telenovela.
– Tan pronto como Lily y yo le dimos el pastel, la mujer dijo a las niñas que fueran arriba. Todavía está caliente, le dijimos, podríamos comernos un trocito. Pero ella lo cogió y lo metió en la nevera. Delante de nuestras narices.
La señora Scheer lo contaba de otra manera.
– Lamento decirlo, pero Joan hace años que está mal de la cabeza. La verdad es que la señora Lisbon nos dio las gracias muy amablemente y allí todo parecía de lo más normal. Hasta empecé a preguntarme si no sería verdad que la niña se hizo los cortes al caer. La señora Lisbon nos invitó a entrar en el solarium y nos dio un trozo de pastel. Joan se marchó intempestivamente, quizá a su casa a tomarse otro latigazo. No me extrañaría nada.
Encontramos al señor Buell abajo, en el dormitorio que no compartía con su mujer y que había decorado con motivos deportivos. Tenía en un estante una fotografía de su primera esposa, a la que amaba desde que se habían divorciado, y cuando se levantó de su escritorio para saludarnos todavía iba encorvado a causa de aquella herida en el hombro que la fe no había conseguido curar del todo.
– Fue una consecuencia más de esta lamentable sociedad en la que vivimos -nos dijo-. No estaban en afinidad con Dios.
Cuando le recordamos lo de la estampa de la Virgen María, dijo:
– La única estampa que debería haber llevado era la de Jesús.
A través de las arrugas y de las indóciles cejas blancas todavía descubrimos el rostro afable del hombre que hacía muchos años nos había enseñado a pasar la pelota de fútbol. El señor Buell había sido piloto durante la Segunda Guerra Mundial y, tras ser derribado en Birmania, salvó a sus hombres recorriendo cien millas a través de la jungla. Después de aquello ya no volvió a tomar ningún medicamento, ni siquiera una aspirina. Un invierno se rompió el hombro esquiando y lo máximo que se consiguió de él fue que se dejara hacer una radiografía, nada más. Desde entonces daba un respingo cada vez que tratábamos de hacerle un placaje, rastrillaba las hojas secas con una sola mano y ya no preparaba las malditas tortitas los domingos por la mañana. Por lo demás, seguía perseverando y siempre nos corregía amablemente cuando tomábamos el nombre de Dios en vano. Metido allí en su dormitorio, aquel hombro se había transformado en una simpática joroba.
– ¡Qué triste lo de esas chicas! -dijo-. ¡Qué desperdicio de vida!
La teoría más extendida era que la culpa de todo la tenía Dominic Palazzolo. Dominic era hijo de inmigrantes y vivía con unos parientes hasta que su familia se instaló en Nuevo México. Fue el primer chico del vecindario que llevó gafas de sol y, a la semana de llegar, ya se enamoró. El objeto de sus deseos no era Cecilia sino Diana Porter, una jovencita de cabellos castaños y cara caballuna, aunque guapa, que vivía en una casa con las paredes cubiertas de hiedra, junto al lago. Por desgracia, no advirtió a Dominic atisbando por la cerca mientras ella jugaba entusiasmada a tenis en la pista de cemento de su casa, ni tampoco cuando se echaba en la tumbona, sudando néctar, junto a la piscina.
Para los del grupo, Dominic Palazzolo no contaba porque no se sumaba a nuestras conversaciones sobre béisbol o coches, ya que apenas sabía unas pocas palabras de inglés, lo que no impedía que de vez en cuando echara la cabeza hacia atrás y, con el cielo reflejado en las gafas de sol, dijese:
– La amo.
Y cada vez que lo decía parecía desprenderse de una cosa tan profunda que lo llenaba de estupor, como si acabara de soltar una perla. A principios de junio, cuando Diana Porter se marchó de vacaciones a Suiza, Dominic se sintió destrozado.
– Me cago en la Virgen María -dijo con furia-. Me cago en Dios.
Y como para demostrar su desesperación y la sinceridad de su amor, se subió al tejado de la casa de sus parientes y saltó.
Lo vimos. Vimos que Cecilia Lisbon lo vio desde el jardín de su casa. Dominic Palazzolo, con los pantalones ceñidos, las botas Dingo y el tupé, entró en la casa, lo vimos pasar junto a las ventanas panorámicas de la planta baja, apareció después en la ventana de la planta superior, el pañuelo de seda atado al cuello. Trepó por el saliente y se subió al tejado plano. Allá arriba parecía frágil, perturbado, temperamental, tal como nos imaginábamos a los europeos. Se colocó en el extremo del tejado como un nadador a punto de saltar de la palanca y dijo en un murmullo:
– La amo.
Después pasó por encima de las ventanas y de un salto bien calculado cayó en el jardín.
No se hizo nada. Se puso de pie después de demostrar su amor y algunos decían que en ese instante, calle abajo, Cecilia Lisbon se había enamorado de él. Amy Schraff, una amiga de Cecilia de la escuela, aseguraba que durante la última semana del curso ésta no sabía hablar de otra cosa. En lugar de dedicarse a preparar los exámenes, empleaba las horas de estudio en buscar ITALIA en la enciclopedia, comenzó a decir ciao y a acudir a la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago, y a mojarse la frente con agua bendita. En la cafetería, incluso los días calurosos en que el lugar se llenaba con los vahos de la comida típica de la institución, Cecilia escogía siempre espaguetis y albóndigas, como si comiendo lo mismo que Dominic Palazzolo pudiera estar más cerca de él. Ya en el punto culminante de la pasión amorosa, compró el crucifijo que Peter Sissen había visto decorado con el sostén. Los que apoyaban esta teoría decían siempre lo mismo: la semana anterior a que Cecilia intentara suicidarse, la familia de Dominic Palazzolo lo llamó a Nuevo México. Se marchó cagándose más que nunca en Dios porque Nuevo México todavía estaba más lejos de Suiza, donde, en aquel mismo instante, Diana Porter se estaba paseando bajo los árboles del verano, apartándose inexorablemente del mundo que Dominic heredaría en calidad de propietario de una empresa dedicada a la limpieza de alfombras. Si Cecilia había derramado su sangre en la bañera era porque, según decía Amy Schraff, también lo hacían los romanos cuando la vida les resultaba insoportable, y porque pensaba que cuando Dominic se enterara, allí en la carretera, entre los cactos, comprendería que lo había hecho porque lo amaba.