Se levantó brisa. En la negrura las hojas del árbol en que estábamos se agitaron un poco y el aire se llenó con el aroma crepuscular que emanaba la vivienda de los Lisbon. Ninguno de nosotros recuerda haber pensado ni decidido nada, puesto que en aquel momento preciso la mente dejó de funcionarnos y se nos llenó con la única paz que conocimos nunca. Estábamos allá arriba, sobre el nivel de la calle, a la misma altura que las ruinosas habitaciones de las hermanas Lisbon, y ellas nos llamaban. Oímos el crujido de la madera. Entonces, por un instante, las vimos -Lux, Bonnie, Mary y Therese- enmarcadas en la misma ventana. Nos miraban, penetraban el vacío hasta nosotros. Mary nos envió un beso o quizá se secó la boca. La luz se apagó. La ventana se cerró y ellas se marcharon.
Ni nos paramos a hablarlo siquiera. En fila, como los paracaidistas, saltamos del árbol. Era un salto fácil, y el golpe nos reveló cuán cerca estaba el suelo: a no más de tres metros. Si saltábamos, casi podíamos tocar el suelo de la casa del árbol. Nos asombró nuestra nueva altura y más tarde muchos dijeron que aquello contribuyó a potenciar nuestra audacia porque por primera vez nos sentimos hombres.
Avanzábamos hacia la casa desde diferentes direcciones, ocultándonos en las sombras de los árboles que aún sobrevivían. A medida que nos acercábamos, algunos arrastrándose por el suelo a la manera de los soldados, otros caminando, el olor era cada vez más fuerte. El aire se espesaba. Pronto llegamos a una barrera invisible: hacía meses que nadie se acercaba tanto a la casa de las hermanas Lisbon. Vacilamos y entonces Paul Baldino levantó la mano, dio la señal y nos aproximamos aún más. Rozamos las paredes de ladrillo, nos agachamos debajo de las ventanas, se nos prendieron telarañas en los cabellos. Nos metimos en la húmeda suciedad del jardín trasero. Kevin Head tropezó con el comedero de los pájaros, que todavía seguía allí. Se partió por la mitad y las semillas que contenía se desparramaron por el suelo. Nos quedamos helados, pero no se encendió ninguna luz. Un minuto después nos acercamos un poco más. Los mosquitos se lanzaban en picado sobre nuestras orejas, pero no les hacíamos caso porque estábamos demasiado absortos tratando de descubrir en la oscuridad una escala hecha con sábanas anudadas y un camisón que descendía por ella. No vimos nada. La casa se erguía ante nosotros, sus ventanas reflejaban oscuras masas de hojas. Chase Buell nos recordó en un murmullo que acababa de obtener el carné de conducir y nos mostró las llaves del Cougar de su madre.
– Podemos coger mi coche -dijo.
Tom Faheem escudriñó los descuidados parterres en busca de piedrecillas para arrojar a las ventanas de las chicas. En cualquier momento una de las ventanas de arriba podía abrirse después de romper la soldadura de las moscas del pescado y entonces se asomaría una cara que nos miraría durante el resto de nuestras vidas.
Cuando llegamos a la ventana de atrás fuimos lo bastante valientes para atisbar dentro. A través de una maraña de plantas muertas colocadas en el alféizar, descubrimos el interior de la casa: un paisaje marino de objetos confusos que tan pronto avanzaban como retrocedían a medida que los ojos se iban acomodando a la luz. La butaca del señor Lisbon rodó hacia delante, el apoyo de los pies se levantó como una pala de recoger nieve, el sofá de vinilo marrón retrocedió hacia la pared. Mientras se movían de un lado a otro, el suelo pareció elevarse como un escenario hidráulico y entonces, iluminada por la única luz de la habitación, procedente de una pequeña lámpara con pantalla, vimos a Lux. Estaba tumbada en un almohadón y tenía las rodillas levantadas y separadas, la parte superior del cuerpo hundida en el cojín, como si la sujetase igual que una camisa de fuerza. Llevaba vaqueros y zuecos de ante y la larga cabellera se le desparramaba sobre los hombros. Tenía un cigarrillo en la boca, y la larga ceniza estaba a punto de caer.
No sabíamos qué hacer a continuación. Nadie nos había dado instrucciones. Apretábamos la cara contra las ventanas y nos servíamos de las manos como de unos anteojos. Los vidrios transmitían las vibraciones de los sonidos y, al inclinarnos hacia delante, sentíamos a las demás muchachas moviéndose en la planta superior. Algo se deslizó, se detuvo, volvió a deslizarse. Algo rebotó. Apartamos las caras y todo volvió a quedar quieto. Después volvimos a acercarnos al vidrio que zumbaba.
Lux buscó a tientas un cenicero. Al no encontrar ninguno al alcance de la mano, sacudió la ceniza, que cayó sobre sus vaqueros. Se los restregó con la mano. Al moverse se incorporó y vimos que llevaba una camiseta de tirantes. Los llevaba atados detrás del cuello con un lazo y los extremos descendían por sus pálidos hombros y sus clavículas salientes, para ensancharse después en dos tiras amarillas. Llevaba la camiseta ligeramente torcida hacia la derecha, y cuando se estiró reveló una suave y blanda carnosidad.
– En julio hará dos años -dijo Joe Hill Conley refiriéndose a la última vez que la habíamos visto con aquella camiseta.
Era un día muy caluroso. Lux había salido pero a los cinco minutos su madre le ordenaba que entrara en la casa y se cambiara. Ahora, esa camiseta nos hablaba de todo el tiempo transcurrido, de todas las cosas que habían sucedido desde entonces, pero sobre todo nos informaba de que las chicas se marchaban y de que a partir de entonces llevarían lo que se les antojase.
– Quizá tendríamos que llamar -murmuró Kevin Head.
Pero nadie llamó. Lux volvió a acomodarse en el almohadón. Aplastó el cigarrillo en el suelo. Detrás de ella, en la pared, se proyectó una sombra. Lux se volvió de pronto, pero sonrió en seguida al ver a un gato que nunca habíamos visto hasta ese momento y que subió a su regazo. Ella abrazó el cuerpo indiferente del animal hasta que éste, tras debatirse un instante, consiguió liberarse (ésta es otra de las cosas que deseamos hacer constar: al final Lux quería a aquel gato extraviado. El animal se escapó y desapareció de este informe). Lux encendió otro cigarrillo. Al quedar iluminada por el reflejo de la cerilla, miró hacia la ventana. Levantó la barbilla y tuvimos la impresión de que nos había visto, pero entonces se pasó la mano por el cabello. Sólo estaba observando el reflejo de su imagen. La luz del interior de la casa nos hacía invisibles y, aunque nos encontrábamos a pocos centímetros de la ventana, no podía vernos, como si estuviésemos mirándola desde otro plano de la existencia. El débil resplandor que salía de la ventana aleteaba ante nuestra cara mientras teníamos el tronco y las piernas sumidos en la oscuridad. En el lago un carguero hacía sonar la sirena, no era noche de niebla. Otro carguero le respondió con un sonido más agudo. De un tirón brusco se le habría podido arrancar a Lux aquella camiseta de tirantes.
Tom Faheem fue el primero, desmintiendo con ello la fama que tenía de tímido. Subió los escalones del porche trasero, abrió sigilosamente la puerta y, finalmente, nos franqueó la entrada de la casa de los Lisbon.
– Aquí estamos -fue todo lo que dijo.
Lux levantó los ojos, pero no se levantó del almohadón. Sus ojos soñolientos no reflejaron sorpresa alguna al vernos, pero en la base de su blanco cuello comenzó a extenderse una mancha de rubor en forma de langosta.
– Ya era hora. Hace tiempo que os estamos esperando -dijo, y dio otra calada al cigarrillo.
– Tenemos un coche -continuó Tom Faheem-. El depósito está lleno. Os llevaremos donde queráis.
– No es más que un Cougar -explicó Chase Buell-, pero el maletero es bastante grande.
– ¿Podré ir sentada delante? -preguntó Lux torciendo la boca para sacar el humo de lado, alejándolo cortésmente de nosotros.
– Por supuesto.
– ¿Quién de vosotros, tíos, se sentará a mi lado?