– ¡Oh, Dios mío!
El señor Lisbon subió las escaleras corriendo. La señora Lisbon llegó arriba y se quedó agarrada a la barandilla. Vimos su silueta en el hueco de la escalera, sus piernas gruesas, su espalda encorvada, la cabeza grande inmovilizada por el pánico, las gafas proyectadas hacia el espacio y llenas de luz. Había subido casi toda la escalera y dudamos en seguirla hasta que lo hicieron las hermanas Lisbon. Después nos apiñamos y fuimos juntos a la cocina. A través de una ventana lateral vimos al señor Lisbon entre los arbustos. Al salir por la puerta de la casa nos dimos cuenta de que tenía en brazos a Cecilia, una mano debajo del cuello y otra debajo de las rodillas. Trataba de arrancarla de la punta de hierro que le había atravesado el pecho derecho y se había abierto paso hasta dar con su incomprensible corazón, introduciéndose entre dos vértebras sin romper ninguna y asomando después por la espalda, desgarrándole el vestido y encontrando nuevamente el aire. La lanza había seguido su camino con tal rapidez que no se veía señal de sangre en ella. Estaba limpia por completo, y Cecilia sencillamente parecía una gimnasta en equilibrio sobre una pértiga. El aleteo del vestido de novia añadía a la escena un efecto casi circense. El señor Lisbon seguía tratando de levantar a su hija, ahora suavemente, pero aun en nuestra ignorancia supimos que era inútil y que a pesar de que Cecilia tenía los ojos abiertos y de que su boca seguía contrayéndose como la de un pez ensartado en el anzuelo, aquello sólo obedecía a los nervios, y supimos también que, en su segundo intento, Cecilia había conseguido salir del mundo.
2
Si la primera vez no pudimos entender por qué Cecilia había querido quitarse la vida, todavía lo entendimos menos la segunda. Su diario, examinado por la policía como parte de las pesquisas rutinarias, no confirmó la suposición de un amor no correspondido. El pequeño diario de papel de arroz iluminado con rotuladores Magic Marker de todos los colores que le daban el aspecto de un Libro de Horas o de una Biblia medieval mencionaba una sola vez a Dominic Palazzolo. Las páginas estaban plagadas de miniaturas. Ángeles de color de rosa descendían de los márgenes superiores o abrían sus alas entre los apretados párrafos. Doncellas de dorados cabellos derramaban lágrimas azules como el mar en el margen interior del libro. Ballenas de color de uva se desangraban en torno a un recorte de periódico (pegado) con la lista de las especies en peligro de extinción. Seis pajarillos recién salidos del cascarón, roto a su lado, lloraban junto a una anotación que databa de Pascua. Cecilia había llenado las páginas con una profusión de colores y volutas, escaleras del País del Caramelo y tréboles listados, pero la anotación que hacía referencia a Dominic decía: «Palazzolo ha saltado hoy del tejado sobre esa puta esplendorosa, Porter. ¡Será estúpido!».
Volvieron los sanitarios; eran los mismos, pero nos llevó unos instantes reconocerlos. Un poco por miedo y un poco por educación, nos habíamos trasladado al otro lado de la calle y esperábamos apoyados en el capó del Oldsmobile del señor Larson. Nadie dijo una palabra al salir de la casa, salvo Valentine Stamarowski, quien desde el otro lado del césped gritó:
– Gracias por la fiesta, señor y señora Lisbon.
El señor Lisbon seguía entre los arbustos, que lo tapaban hasta la cintura, y su espalda se estremecía como si aún tratase de levantar a Cecilia o como si estuviera sollozando. La señora Lisbon, en el porche, obligó a las chicas a ponerse de cara a la pared de la casa. El riego de aspersión, programado para las ocho y cuarto de la tarde, cobró vida justo en el momento en que por el extremo de la calle aparecía la ambulancia a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, sin destellos de luces ni sirena, como si los sanitarios supieran ya que esta vez todo era inútil. El delgaducho de bigote fue el primero en bajar, seguido del gordo. En lugar de ir a comprobar de inmediato el estado de la víctima, lo que hicieron fue sacar la camilla, lo cual, según supimos más tarde por boca de profesionales médicos, violaba el procedimiento rutinario. No llegamos a saber quién había avisado a los sanitarios ni por qué sabían ya que sólo encontrarían un cadáver. Tom Faheem dijo que Therese había entrado a llamar, pero todos recordábamos a las cuatro hermanas Lisbon inmóviles en el porche incluso después de que llegara la ambulancia. Ningún otro vecino de la calle se había enterado de lo ocurrido y no había nadie en los jardines idénticos al de los Lisbon. En alguna parte alguien asaba carne. Detrás de la casa de Joe Larson se oía a los dos jugadores de bádminton más grandes del mundo dándole al volante de un lado a otro.
Los sanitarios apartaron al señor Lisbon para examinar a Cecilia. No tenía pulso, pese a lo cual siguieron el procedimiento habitual como si pretendiesen salvarla. El gordo cortó con una sierra el barrote de la verja mientras el delgaducho se disponía a cogerla en brazos, ya que era más peligroso arrancar a Cecilia de la púa que tenía clavada que dejársela introducida en el cuerpo. Al cortar la punta, el delgado se tambaleó hacia atrás debido al peso del cuerpo de Cecilia, pero recuperó el equilibrio, giró en redondo y la dejó en la camilla. Una vez retirada de su sitio, el barrote aserrado produjo el efecto de una tienda de campaña a causa de la sábana que le pusieron encima para cubrirla.
Para entonces ya eran casi las nueve de la noche. Desde el tejado de la casa de Chase Buell, donde nos reunimos todos después de quitarnos los trajes de vestir para observar qué ocurría después, se veía, por encima de las copas de los árboles proyectadas en el aire, el corte abrupto de la arboleda y la línea donde empezaba la ciudad. El sol se ponía en la bruma de fábricas distantes, y en los arrabales cercanos los vidrios diseminados recogían el fulgor desnudo de una puesta de sol vestida de niebla. Allá arriba podíamos percibir sonidos que habitualmente no oíamos y, agachados sobre las ripias alquitranadas, la barbilla apoyada en las manos, descubríamos como débil música de fondo la indescifrable cinta magnetofónica de la vida de la ciudad, llamadas y gritos, el ladrido de un perro atado a una cadena, los bocinazos de los coches, voces de muchachas gritando números en un juego oscuro y pertinaz. Eran los sonidos de la ciudad empobrecida que nunca habíamos visitado, todos mezclados y atenuados, carentes de sentido, traídos de lejos por el viento. Después, la oscuridad. A distancia se movían luces de coches. Cerca, las casas se iluminaban con luces amarillas revelando familias congregadas en torno al televisor. Uno tras otro, nos volvimos todos a nuestras casas.