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– Por un momento creí que estaba vacío.

Pero después, dejando apenas una leve marca en el fondo de la caja debido a sus treinta y nueve kilos, la desvaída piel y el cabello claro que se confundía con el blanco del satén, Cecilia fue emergiendo del féretro como la imagen de una ilusión óptica. Ya no llevaba el vestido de novia, que finalmente la señora Lisbon había tirado, sino uno de color crema con cuello de blonda, que su abuela le había regalado para unas Navidades pero que ella se había negado a llevar en vida. La parte abierta de la tapa no sólo permitía ver la cara y los hombros, sino también las manos de uñas mordisqueadas, los codos ásperos, los huesos gemelos de las caderas e incluso las rodillas.

Los únicos que desfilaron delante del féretro fueron los miembros de la familia. Primero pasaron las chicas, aturdidas e inexpresivas, por lo que después la gente comentó que por sus caras ya se podía haber supuesto lo que vendría después.

– Fue como si le hicieran un guiño -dijo la señora Carruthers.

– ¿Qué hicieron en vez de echarse a llorar? Pues se acercaron al ataúd, atisbaron el interior y se marcharon. ¿Por qué no nos dimos cuenta?

Curt Van Osdol, el único chico que estuvo en la funeraria, dijo que él habría hecho una última demostración de sus sentimientos, allí delante del cura y de los demás, si nosotros hubiésemos estado presentes para verlo. Después de las chicas pasó la señora Lisbon cogida del brazo de su marido, dio diez pasos tambaleantes hasta Cecilia e inclinó la cabeza sobre su rostro. Por primera y última vez en su vida, se puso roja como la grana.

– ¡Fíjate en las uñas! -exclamó, según dijo el señor Burton-. ¿No podían hacer algo con esas uñas?

Pero el señor Lisbon replicó:

– Le crecerán. Las uñas continúan creciendo. Y ahora ella ya no se las puede morder, cariño.

Con la misma anormal persistencia, los conocimientos que teníamos de Cecilia también crecieron después de su muerte. Pese a que apenas hablaba y nunca había tenido amigos de verdad, todo el mundo conservaba recuerdos muy vivos de ella. Algunos la habían sostenido cinco minutos en brazos cuando era pequeña mientras la señora Lisbon volvía corriendo a su casa a recoger el bolso que se había olvidado. Otros habían jugado con ella en la arena o se habían peleado con ella por una pala o se habían exhibido ante ella detrás de la morera que crecía como carne informe entre la cerca de alambre. Y no faltaba quien había hecho cola con ella para vacunarse de la viruela, quien le había enseñado a saltar a la comba o a buscar culebras, quien había impedido alguna vez que se arrancara las costras y quien le había advertido que no tocara el caño de la fuente de Three Mile Park con la boca cuando bebiera agua. Finalmente, estaban aquellos que se habían enamorado de ella, aunque jamás se lo habían dicho a nadie porque todos sabíamos que era la hermana rara de la familia.

Esta faceta de la personalidad de Cecilia quedó confirmada cuando Lucy Brook nos describió su habitación. Además de un móvil del zodíaco, Lucy encontró una colección de amatistas, así como una baraja de Tarot debajo de la almohada, que aún olía a incienso y a los cabellos de Cecilia. Lucy quiso comprobar -porque le habíamos pedido que lo hiciera- si las sábanas estaban limpias, y nos dijo que no lo estaban. La habitación estaba intacta, como una exposición. La ventana a través de la cual había saltado Cecilia seguía abierta. En el cajón superior del escritorio Lucy encontró siete bragas, todas teñidas de negro con Rit. También encontró en el armario dos sostenes inmaculados. Ninguna de esas cosas nos sorprendió. Hacía tiempo que sabíamos que Cecilia llevaba bragas negras porque cuando se ponía de pie en los pedales de la bicicleta para ir más rápida solíamos mirar por debajo de sus faldas. Y a menudo la habíamos visto en la escalera de atrás restregando el corselete con un cepillo de dientes que sumergía en una taza de Ivory Liquid.

El diario de Cecilia comienza un año y medio antes del suicidio. Muchos consideraban que las páginas ilustradas eran un jeroglífico que revelaba una indescifrable desesperación, aun cuando se trataba, en su mayor parte, de dibujos alegres. El diario tenía un candado, pero David Barker, que lo recibió de manos de Skip Ortega, el aprendiz del fontanero, nos dijo que Skip lo había encontrado junto al inodoro del cuarto de baño principal, pero con el candado ya forzado, como si el señor y la señora Lisbon lo hubieran estado leyendo. Tim Winer, el cerebro, insistió en examinarlo. Se lo llevamos al estudio que sus padres le habían construido para su uso exclusivo, con sus lámparas verdes de sobremesa, su globo terráqueo en relieve y sus enciclopedias de lomos dorados.

– Inestabilidad emocional -dijo, analizando la escritura-. Fijaos en los puntos de las íes. Todos muy altos. -Después, inclinándose hacia delante y mostrando las venas azules debajo de su piel de muchacho enteco, añadió-: Aquí nos encontramos básicamente con una soñadora, una persona sin contacto con la realidad. Cuando saltó, probablemente se figuraba que volaría.

Ahora nos sabemos de memoria muchos de los fragmentos del diario. Nos lo llevamos a la buhardilla de Chase Buell y leíamos trozos en voz alta. Nos lo pasábamos de uno a otro, hacíamos señales en algunas páginas y buscábamos ansiosamente nuestros nombres. Sin embargo, poco a poco reparamos en que, aunque Cecilia se había fijado siempre en todos, nunca había pensado en ninguno. Tampoco había pensado en ella. El diario constituye un documento insólito de la adolescencia, ya que rara vez revela la aparición de un ego en formación. No aparecen por ninguna parte las inseguridades, lamentaciones, amoríos y ensoñaciones que son propios de esa edad. Cecilia, por el contrario, habla de ella y de sus hermanas como de una entidad única. A menudo resulta difícil saber de qué hermana está hablando, y hay muchas frases extrañas que sugieren al lector la imagen de un ser mítico con diez piernas y cinco cabezas que se queda en cama comiendo porquerías o que debe soportar las visitas de tías cariñosas. El diario nos dice más acerca de cómo fueron transformándose las niñas que de la causa de su suicidio. Nos abruma hablando de lo que comían («Lunes, 13 de febrero. Hoy hemos comido pizza congelada…») o de la ropa que llevaban o de los colores que preferían. Todas odiaban el maíz a la crema. Mary había probado la droga y tenía una cápsula. («¡Os lo dije!», exclamó Kevin Head al leerlo.) Así fue como nos enteramos de cosas de sus vidas, como supimos de ciertos recuerdos de épocas que no conocíamos, como recogimos imágenes de Lux asomándose a la borda de un barco para acariciar la primera ballena de su vida al tiempo que decía: «Jamás imaginé que oliesen tan mal». A lo cual Therese respondía: «Es por las algas, que se les pudren en la boca».

Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.