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A fines del siglo XVII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: «No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas de la intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del cerro. Los indios entraban en las profundidades, «y ordinariamente los sacan muertos y otros quebradas las cabezas y las piernas, y en los ingenios cada día se hieren». Los mitayos hacían saltar en mineral a punta de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos.

La «mita» era una máquina de tritura indios. El empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los «azogados» se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas ardían en la noche sobre las ladras del cerro rico, y en ellas se trabajaba la plata valiéndose del viento que enviaba el «glorioso San Agustino» desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran menos implacables con los cuerpos de los hombres.

No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían un peso mayor al que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las minas para curar la «maldad natural» de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda, el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde de Bufón afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes.

La América de Voltaire, habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa.

En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios «verdaderos hombres».

El padre Bartolomé de las Casas agitaba la corte española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces de recibir la fe.

Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos. Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con cristianos.

A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «encomendero» servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que «los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república» Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que «los indios son como animales». En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al «alma guaraní».

La nostalgia peleadora de Túpac Amaru

Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña; la confederación de los aztecas había conquistado un alto nivel de eficacia en el valle de México, y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida de los mayas persistía en los pueblos herederos, organizados para el trabajo y la guerra.

Estas sociedades han dejado numerosos testigos de su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos religiosos levantados con mayor sabiduría que las pirámides egipcias, eficaces creaciones técnicas para la pelea contra la naturaleza, objetos de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas. Los mayas habían sido grandes astrónomos, habían medido el tiempo y el espacio con precisión asombrosa, y habían descubierto el valor de la cifra cero antes que ningún otro pueblo en la historia. Las acequias y las islas artificiales creadas por los aztecas deslumbraron a Hernán Cortés, aunque no eran de oro.

La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no solo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban. En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista solo quedaban rocas y matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, brotadas por el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas.