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Un técnico norteamericano [4], estimaba, en 1936, que si en ese año se hubieran construido, con métodos modernos, esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil dólares por acre. Las terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel imperio que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del hombre con la tierra – que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre viva.

También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por «jardines flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado donde ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México. Estas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta al problema de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán. Los indios habían trasladado grandes masas de barro desde las orillas y habían apresado las nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas, hasta que las raíces de los árboles les dieron firmeza. Por entre los nuevos espacios de tierra se deslizaban los canales de agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció la poderosa capital de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de austera belleza y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera. Cuatro siglos demoraría México para alcanzar una población tan numerosa como la que existía en aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. «Es casi seguro – escribe Sergio Bagú- que a las minas hispanas fueron arrojados centenares de indios escultores, arquitectos, ingenieros y astrónomos confundidos entre la multitud esclava, para realizar un burdo y agotador trabajo de extracción. Para la economía colonial, la habilidad técnica de esos individuos no interesaba. Solo contaban ellos como trabajadores no calificados» o no se perdieron todas las esquirlas de aquellas culturas rotas. La esperanza del renacimiento de la dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas. En 1781 Túpac Amaru puso sitio al Cuzco.

Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura. La gran rebelión estalló en la provincia de Tinta. Montado en su caballo blanco, Túpac Amaru entró en la plaza de Tungasuca y al son de los tambores y pututus anunció que había condenado a la horca al corregidor real Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de Potosí. La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio obligatorio en los socavones de plata de cerro rico.

Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo bando por el que decretaba la libertad de los esclavos. Abolió todos los impuestos y el «repartimiento» de mano de obra indígena en todas sus formas. Los indígenas se sumaban, por millares y millares, a las fuerzas del «padre de todos los pobres y de todos los miserables y desvalidos”.

Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó sobre el Cuzco. Marchaba predicando arengas: todos los que murieran bajo sus órdenes en esta guerra resucitarían para disfrutar las felicidades y las riquezas de las que habían sido despojados por los invasores.

Se sucedieron victorias y derrotas; por fin traicionado y capturado por uno de sus jefes, Túpac Amaru fue entregado, cargado de cadenas, a los realistas. En su calabozo entró el visitador Areche para exigirle, a cambio de promesas, los nombres de los cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio «Aquí no hay más cómplice que tú y yo; tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte».

Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa, sus hijos y sus principales partidarios, en la plaza del Wacaypata, en el Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro caballos para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron al pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a santa Rosa y la otra a Livitaca. Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay. Se recomendó que fuera extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto grado.

En 1802 otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador Pizarro.

El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. «¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso: si tuviéramos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño campo de trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente, de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique, de resonancias inmortales: «¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu pobreza!».

Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar por su liberación:

«¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles, las tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años?». Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: «Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden…». Su movimiento -insurgencia indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México, seis años después, «resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre europeos y gentes nacidas en América… una lucha política dentro de la misma clase reinante». El encomendado fue convertido en peón y el encomendero en hacendado.

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[4] Un miembro del Servicio Norteamericano de Conservación, según John Collier.