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A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos de la franja húmeda de la costa: el sertao que, con un par de reses por kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin sabor, siempre escasa.

De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida habitual, que se reduce a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro de las cestas de mimbre a la larga distancia del suelo [9].

El nordeste de Brasil es, en la actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio occidental [10]. Gigantesco campo de concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la economía agrícola colonial en América Latina. En la actualidad, menos de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está dedicada al cultivo de la caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los dueños de los grandes ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña, se dan este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos latifundios. No es en las zonas áridas y semiáridas del interior nordestino donde la gente come peor, como equivocadamente se cree. El sertao, desierto de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre periódicas: el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un paisaje lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los bordes de los caminos. Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí donde más opulenta es la opulencia, más miserable resulta, tierra de contradicciones, la miseria: la región elegida por la naturaleza para producir todos los alimentos, los niega todos: la franja costera todavía conocida, ironía del vocabulario, como zona de mata, «zona del bosque», en homenaje al pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación sobreviviente a los siglos del azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa obligando a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región centro-sur del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía carioca.

Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador adulto en una plantación de azúcar, por su jornada de sol a soclass="underline" si el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para que le vaya tomando las medidas del cuerpo.

Para lo propietarios o sus administradores sigue en vigencia, en vastas zonas, el «derecho a la primera noche» de cada muchacha. La tercera parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas de los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los niños que nacen muere antes de llegar al año. La prostitución infantil, niñas de diez o doce años vendidas por sus padres, es frecuente en las ciudades del nordeste. La jornada de trabajo en algunas plantaciones se paga por debajo de los jornales bajos de la India. Un informe de la FAO, organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de Recife, la deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso de un 40 % más grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas plantaciones subsisten todavía las prisiones privadas, «pero los responsables de los asesinatos por subalimentación -dice René Dumont- no son encerrados en ellas, porque son los que tienen las llaves». Pernambuco produce ahora menos de la mitad del azúcar que produce el estado de San Pablo, y con rendimientos menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y de ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda, mientras que el estado de San Pablo contiene el centro industrial más poderoso de América Latina. En el nordeste ni siquiera el progreso resulta progresista, porque hasta el progreso está en manos de pocos propietarios. El alimento de las minorías se convierte en el hambre de las mayorías. A partir de 1870, la industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de los grandes molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los latifundios progresó de modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de la zona». En la década de 1950, la industrialización en auge incrementó el consumo del azúcar en Brasil. La producción nordestina tuvo impulso, pero sin que aumentaran los rendimientos por hectárea. Se incorporaron nuevas tierras, de inferior calidad, a los cañaverales, y el azúcar nuevamente devoró las pocas áreas dedicadas a la producción de alimentos. Convertido en asalariado, el campesino que antes cultivaba su pequeña parcela no mejoró con la nueva situación, pues no gana suficiente dinero para comprar los alimentos que antes producía. Como de costumbre, la expansión expandió al hambre.

A paso de carga en las islas del Caribe

Las Antillas eran las Sugar Islands, las islas del azúcar: sucesivamente incorporadas al mercado mundial como productoras de azúcar, al azúcar quedaron condenadas, hasta nuestros días, Barbados, las islas de Sotavento, Trinidad Tobago, la Guadalupe, Puerto Rico y Santo Domingo (la Dominicana y Haití). Prisioneras del monocultivo de la caña en los latifundios de vastas tierras exhaustas, las islas padecen la desocupación y la pobreza: el azúcar se cultiva en gran escala y en gran escala irradia sus maldiciones. También Cuba continúa dependiendo, en medida determinante, de sus ventas de azúcar, pero a partir de la reforma agraria de 1959 se inició un intenso proceso de diversificación de la economía de la isla, lo que ha puesto punto final al desempleo: ya los cubanos no trabajan apenas cinco meses al año, durante las zafras, sino todo a lo largo de la ininterrumpida y por cierto difícil construcción de una sociedad nueva.

«Pensaréis tal vez, señores -decía Karl Marx en 1848-, que la producción de café y azúcar es el destino natural de las Indias Occidentales. Hace dos siglos, la naturaleza, que apenas tiene que ver con el comercio, no había plantado allí ni el árbol del café ni la caña de azúcar». La división internacional del trabajo no se fue estructurando por mano y gracia del Espíritu Santo, sino por obra de los hombres, o, más precisamente, a causa del desarrollo mundial del capitalismo.

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[9] Un viajero inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”.

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[10] El nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del sertao está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del producto. La vieja institución del señor de engenho está en crisis: los molinos centrales han devorado a las plantaciones.