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Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media solo alcance a la mitad del nivel alcanzado en vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados. En efecto, la industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mayor de la producción de alimentos, porque las ciudades crecen y comen materias primas, para las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones obreras. Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos.

Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas.

El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo del día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha.

La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, par restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El gobierno solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la concepción de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras en otras zonas.

El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que, al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona para la producción intensiva [33].

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[33] La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de Universidad de Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina.