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En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos! – proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del país!».

Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil – ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados.

Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente, un buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».

En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos del extranjero.

La reforma agraria que ha puesto en practica, desde 1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas.

Las trece colonias del norte y la importancia de no nacer importante.

La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera legalizar su posesión…»

La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover la colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo la frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme mancha de aceite sobre el mapa.

La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.

En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han ido no son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura.

Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.