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Al abrirse la década del '90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor que la que por entonces padecía la India. La guerra había otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre era John Thomas North.

Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, pagaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent. Lord Dorchester, Lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII. Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.

Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad del estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil.

North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes [38] y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreing Office: «La comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los intereses comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y obras públicas a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.

En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que había acentuado por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre -y el salitre estaba en manos extranjeras.

En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una oficina en funcionamiento. En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras despedazadas por el bombardeo de los años, los cruces de los cementerios que el viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera -me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de septiembre cada semana» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque, llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.

Dientes de cobre sobre Chile

El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte de cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos del la Anaconda Koper Minning Co. y la Kennecott Coper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias arrancadas al país [39]. La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos, irán a la Unión Soviética y dos a Cuba». Todo resultaba inúticlass="underline" el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.

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[38] El congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de chilenos era, según los ingleses, “una costumbre del país”. Así lo definió en 1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrate Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey: “La administración pública en Chile, como Ud. sabe, es muy corrompida… No digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a cambio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír protestas y reclamaciones…” (Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969).

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[39] Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968.