Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí…», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna – que había sido mutilado en el Diario Oficial-, el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas – como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna -escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por le Primero de Caballería».
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación – había anunciado- en la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores interses de todas las Américas».
Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando una gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical [43].
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro.
En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la Compañía Vale de Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro de Hanna – Berthelem en Minas Gerais. Como de costumbre, el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su sola cuenta.
El petróleo, las maldiciones y las hazañas.
El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias: el petróleo es la riqueza más monopolizadora en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen en escala universal, las grandes corporaciones petroleras de la Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co. de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista. Fuera del aparato circulatorio interno del cartel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
[43] Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin en