Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferncia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo; los países exportadores de la materia prima más importante de mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países de l área desarrollada, donde tienen su asiento las casa matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan.
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares.
El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente.
Curiosa inversión de las «leyes del mercado» el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cartel todopoderoso. El cartel nació en 1928, es un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva Jersey, la Shell y la Anglo – Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cartel. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trust; la hermana mayor de numerosas familias Standard es en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cartel en nuestros días. Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La Jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta. Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva Jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionan a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero.
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se revierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cartel implica el dominio de numeroso países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio, son las empresas quienes deciden, con lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser zonas de explotación y cuáles las de reservas, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y del saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es un larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva Jersey. La Jersey compraba el petróleo crudo a la Cróele Petroleum, su filial en Venezuela, y lo retiraba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamento de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzaddo los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba. La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva Jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía, y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standarrd Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva Jersey y la Royal Duch Shell. Entre 1939 y 1942 el cartel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas, Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndole la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo [44]. En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años-. «Habían quitado a México -escribe O’Connor- sus depósitos más ricos, y sólo la habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos».
[44] Harvey O’Conner,