En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cartel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos puestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dinero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que toda las libertades políticas y civiles juntas».
Cuando el dictador Marcos de Pérez Jiménez fue derribado en 1958, cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Cróele, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaria de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cartel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros.
Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado; en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el Cercano Oriente y Canadá: en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante.
La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones». La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer, Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antiguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una ceguera, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopista y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad».
SEGUNDA PARTE
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente… La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo.
En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa».
La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa. La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independencia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hachos, nunca: «… la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político de semejante estado de cosas».