La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia serviclass="underline" un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras [51]. Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires. La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo d país al servicio de las exportaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y d exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron d combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, “ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Su sublevación encontró eco resonante en todo d interior mediterráneo. Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870 [52]. El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas.
Felipe Vareta había nacido en un pueblito perdido entre las sierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tema tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba el cambio ominoso que la competencia de los productos extranjeros había provocado: Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono». El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: “Sí, sin
duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos…
Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondrán nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados”.
Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de
granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y d cultivo de tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportaba a Chile, Bolivia y Perú.
Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosal mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leeds, Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 d proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia.~, guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto pata identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno [53], pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera, en el gobierno del caudillo de los ganaderos. Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad. Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo, el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista. Artigas había querido la libre navegación de los nos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fiel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
[51] La montonera “nace en escampado como los remolinos. Arremete, brama y troza como los remolinos, y se detiene, repentina, y muere como ellos” (Dardo de la Vega Díaz, La Rioja heroica, Mendoza, 1955).
José Hernández, que fue soldado de la causa federal, cant6 en el Martin Fierro, el más popular de los libros argentinos, las desdichas del gaucho desterrado de su querencia y perseguido por la autoridad:
Porque:
Jorge Abelardo Ramos observa (Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, 1965) que los dos apellidos verdaderos que aparecen en el Martín Fierro son los de Anchorena y Gaínza, nombres representativos de la oligarquía que exterminó al criollaje en armas, y en nuestros días ambos se han fundido en la familia propietaria del diario
Ricardo Güiraldes mostró en Don Segundo Sombra (Buenos Aires, 1939) la contracara del Martín Fierro: el gaucho domesticado, atado al jornal, adulón del amo, de buen uso para el folklore nostalgioso y la lástima.
[52] Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde,
[53] José Rivera Indarte realizó, en sus célebres