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«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden de cualquier parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland. Por el contrario, las dificultades de comunicación hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su fuerza -tres mil millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones

comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las prohibiciones de papel del pacto colonial.

Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban el aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza el consumo lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en América Latina, las que se orientaban a la exportación; así fue también en los siglos siguientes: los intereses económicos y políticos de la burguesía minera o terrateniente no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor medida que a los mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y a las fuentes extranjeras de los articulas manufacturados que compraban.

Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía, en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada como la española, exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña había sido instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta función proveedora. La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la de los Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan claramente la diferencia entre una y otra. Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra, de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín de la industrialización y promovía el estimulo y la protección del Estado a la manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.

Mientras moña el siglo XVIII los Estados Unidos contaban ya con la. segunda flota mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en los astilleros nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde el principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington lo había aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir una ruta solitaria. Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado durante demasiado tiempo a las música refinadas de Europa. Nosotros marcharemos sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos según nuestras propias convicciones».

Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado tendía caminos y vías férreas, construía puentes y canales [60]. A mediados de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su superficie, también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de algodón se duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos comerciales a la nación entera y alimentaba los telares modernos de Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra.

El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos históricos diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX:

Que todo hombre libre cante…

El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado,

clamaba un poeta del ejército victorioso. A partir de la derrota del general Lee, adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían elevado durante el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultra proteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en 1897. Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez obligados a tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas norteamericanas peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada por primera vez en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en manos de los monopolios, que avanzaban con botas de siete leguas [61].

Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso de afirmación nacional. La industria del norte conducía la historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos; los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del planeta; en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías férreas eran nueve veces más extensas. El centro del universo capitalista empezaba a cambiar de sitio.

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[60] «El capital del Estado asume d riesgo inicial… La ayuda oficial a los ferrocarriles no solamente facilita la reunión de capitales, sino que además reduce los costos de construcción. En algunos casos, entre otros para las líneas marginales. Los fondos públicos hicieron posible la construcción de ferrocarriles que no hubieran podido nacer de otra manera. En otro número de casos aún más importante, aceleraron la realización de proyectos que la utilización de capitales privados hubiera ciertamente demorado.» (Harry H. Pierce, Railroatds of New York, A Study of Govenrnment Aid, 1826-1875, Cambridge, Massachusetrs, 1953).

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[61] El sur se convirtió en una colonia interna de la capitalistas del norte. Después de la guerra, la propaganda por la construcción de hilanderías en las dos Carolinas, Georgia y Alabama, cobró el carácter de una cruzada. Pero este no era el triunfo de una causa moral, las nuevas industrias no nacían por puro humanitarismo: el sur ofrecía mano de obra menos cara, energía más barata y beneficio altísimos, que a veces llegaban al 75 %. Los capitales venían del norte para atar al sur al centro de gravedad del sistema. La industria del tabaco, concentrada en Carolina del Norte, estaba bajo la dependencia directa del trust Duke, mudado a Nueva Jersey para aprovechar una legislación más favorable; la Tennessee Coal and Iron Co., que explotaba el hierro y el carbón de Alabama, pasó en 1907 al control de la U. S. Steel, que desde entonces dispuso de los precios y eliminó así la competencia molesta. A principio de siglo, el ingreso per capita del sur se había reducido a la mitad en relación con el nivel anterior a la guerra. (C. Vann Woodward, Origins of the New South, 1879-1913, en A Hístory of the South, varios autores, Baton Rouge, 1948).