Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda guerra mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre competencia, pero para el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias nacionales, y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad, rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.
LA ESTRUCTURA CONTEMPORÁNEA DEL DESPOJO
UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES
Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo, el capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de las inversiones privadas directas, de origen extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias primas; el saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles articulando el dominio de las áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros; las expediciones militares y las guerras de conquista era un imperialismo que regaba con sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado levantar una fábrica propia. La industrialización, privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países pobres, incompatible con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir de la segunda guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los intereses europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones norteamericanas. y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el destino de las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los capitales aplicados a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la proporción de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera. Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno corresponde a la industria [62].
A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones saltan de un solo
brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos de industrialización. Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por dentro, haciendo suyos los sectores claves de la industria locaclass="underline" conquista o construye las fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso: «Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son más importantes en la determinación del curso de desarrollo económico. Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del do Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en general.
Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo periodo las ventas de las empresas filiales de los Estados Unidos subieron a 166,3. Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,83.
El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus maquinarias de museo. Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir. como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias que le llegan desde el sur.
Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor.modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa. No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero «industrializador» beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición para los países dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilizar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone 'a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo, revisarse los bolsillos. y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se hace dueño de] mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo; se apropia de] progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La CEPAL ha indicado que la hemorragia de los beneficios de las inversiones directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión “tradicional”.
[62]Hace cuarenta años, la inversión norteamericana en industrias de transformación sólo representaba el 6 % del valor total de los capitales de Estados Unidos en América Latina. En 1960, la proporción rozaba ya el 20 %, y luego continuó ascendiendo hasta cerca de la tercera parte del total. Naciones Unidas, CEPAL, El financiamiento externo de América Latina, Nueva York – Santiago de Chile, 1964, y Estudio económico de América Latina de 1967, 1968 y 1969.