En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.
SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS PUERTAS: LA ESTERILIDAD CULPABLE DE LA BURGUESÍA NACIONAL
La actual estructura de la industria en Argentina, Brasil y México -los tres grandes polos de desarrollo en América Latina- exhibe ya las deformaciones características de un desarrollo reflejo. En los demás países, más débiles, la satelización de la industria se ha operado, salvo alguna excepción, sin mayores dificultades. No es, por cierto, un capitalismo competitivo el que hoy exporta fábricas además de mercancías y capitales, penetra y lo acapara todo: ésta es la integración industrial consolidada, en escala internacional, por el capitalismo en la edad de las grandes corporaciones multinacionales, monopolios de dimensiones infinitas que abarcan las actividades más diversas en los más diversos rincones del globo terráqueo. Los capitales norteamericanos se concentran, en América Latina, más agudamente que en los propios Estados Unidos; un puñado de empresas controla la inmensa mayoría de las inversiones.
Para ellas, la nación no es una tarea a emprender, ni una bandera a defender, ni un destino a conquistar: la nación, es nada más que un obstáculo asaltar, porque a veces la soberanía incomoda, y una jugosa fruta a devorar. Para las clases dominantes dentro de cada país, ¿constituye la nación, por el contrario, una misión a cumplir? El gran galope del capital imperialista ha encontrado a la industria local sin defensas y sin conciencia de su papel histórico. La burguesía se ha f asociado a la invasión extranjera sin derramar lágrimas ni sangre; en cuanto al Estado, su influencia sobre la economía latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de décadas, se ha reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo Monetario Internacional. Las corporaciones norteamericanas entraron en Europa a paso de conquistadores y se apoderaron del desarrollo del viejo continente a tal punto que pronto, se anuncia, la industria norteamericana allí instalada será la tercera potencia industrial del planeta, después de Estados Unidos y de la Unión Soviética'. Si la burguesía europea, con toda su tradición y su pujanza, no ha podido oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que la burguesía latinoamericana encabezara, a esta altura de la historia, la imposible aventura de un desarrollo capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina el proceso de desnacionalización ha resultado mucho más fulminante y barato y ha tenido consecuencias incomparablemente peores. El crecimiento fabril de América Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado por una política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la maduración de las fuerza productiva, ni resultó del estallido de los conflicto internos: ya «superados, entre los terratenientes y,.n artesanado nacional que había muerto a poco de nacer. La industria latinoamericana nació del vientre mismo del sistema agro exportador, para dar respuesta al agudo desequilibrio provocado por la caída declass="underline" comercio exterior. En efecto, las dos guerras mundiales y, sobre todo, la honda depresión que el capitalismo sufrió a partir de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron una violenta reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia, hicieron caer, también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos de los artículos industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron verticalmente. No surgió, entonces. una clase media industrial libre de la dependencia tradicionaclass="underline" el gran impulso manufacturero provino del capital acumulado en manos de los terratenientes y los importadores. Fueron los grandes ganaderos quienes impusieron control de cambios en la Argentina; el presidente de la Sociedad Rural, convertido en ministro de Agricultura, declaraba en 1933: “El aislamiento en que nos ha colocado un mundo dislocado nos obliga a fabricar en d país lo que ya no podemos adquirir en los países que no nos compran”. Los fazendeiros del café volcaron a la industrialización de Sao Paulo buena parte de sus capitales acumulados en el comercio exterior: «A diferencia de la industrialización en los países hoy desarrollados -diagnostica un documento de gobierno-, el proceso de la industrialización brasileña no se dio paulatinamente, inserto dentro de un proceso de transformación económica general. Antes bien, fue un fenómeno rápido e intenso, que se superpuso a la estructura económico-social preexistente, sin modificarla por entero, dando origen a profundas diferencias sectoriales y regionales que caracterizan a la sociedad brasileña.
La nueva industria se -atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras que los gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio, evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946- 55), de signo nacionalista y amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria nacional. En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos característicos de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue, en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos períodos de impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso político y económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización. En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial, cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios de Buenos Aires.
Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón las derrocara en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la hora de la caída del régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más importantes volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con la oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio concertaron un frente común en defensa de la libertad de asociación, la libre empresa, la libertad de comercio y la libre contratación del personal. En Brasil, un importante sector de la burguesía fabril estrechó filas con las fuerzas que empujaron a Vargas al suicidio. La experiencia mexicana tuvo, en este sentido, características excepcionales, y por cierto prometía mucho más de lo que finalmente aportó al proceso de cambio en América Latina. El ciclo nacionalista de Lázaro Cárdenas fue el único que rompió lanzas contra los terratenientes llevando adelante la reforma agraria que ya agitaba al país desde 1910; en los demás países, y no sólo en Argentina y Brasil, los gobiernos industrializadores dejaron intacta la estructura latifundista, que continuó estrangulando el desarrollo del mercado interno y la producción agropecuaria [63].
[63] Chile, Colombia y Uruguay vivieron también procesos de industrialización sustitutiva de importaciones, en los períodos que aquí se describen. El presidente uruguayo José Batle y Ordoñoz (1903 – 7 y 1911 – 15) había sido, tiempo antes, un profeta de la revolución burguesa en América Latina. La jornada laboral de ocho horas se consagró por ley en Uruguay antes que en los Estados Unidos. La experiencia de