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Los contratos de la Agencia para el Desarrollo Internacional, AID, no sólo implican mercancías y fletes norteamericanos, sino que, además, habitualmente prohíben el comercio con Cuba y Vietnam del Norte y obligan a aceptar la tutela administrativa de sus técnicos. Para compensar el desnivel de precios entre los tractores o los fertilizantes de Estados Unidos y los que pueden obtenerse, más baratos, en el mercado mundial, imponen la eliminación de los impuestos y aranceles aduaneros para los productos importados con los créditos. La ayuda de la AID incluye jeeps y armas modernas destinadas a la policía, para que el orden interior de los países pueda ser debidamente salvaguardado. No en vano un tercio de los créditos de la AID se obtiene inmediatamente después de su aprobación, pero los dos tercios restantes se condicionan al visto bueno del Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas normalmente desatan el incendio de la agitación social. Y por si el FMI no hubiera logrado desmontar, pieza por pieza, como se desmonta un reloj, todos los mecanismos de la soberanía, la AID suele exigir también, de paso, la aprobación de determinadas leyes o decretos. La AID es el vehículo principal de los fondos de la Alianza para el Progreso. El Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso obtuvo del gobierno uruguayo, por no citar más que un ejemplo de los laberintos de la generosidad, la firma de un compromiso por el cual los ingresos y los egresos de los entes del Estado, así como la política oficial en materia de tarifas, salarios e inversiones, pasaron al control directo de este organismo extranjero. Pero las condiciones más lesivas rara vez figuran en los textos de los contratos y los compromisos públicos, y se esconden en las secretas disposiciones complementarias. El parlamento uruguayo nunca supo que el gobierno había aceptado, en marzo de 1968, poner un límite a las exportaciones de arroz de ese año, para que el país pudiera recibir harina, maíz y sorgo al amparo de la ley de excedentes agrícolas de los Estados Unidos.

Muchas dagas brillan bajo la capa de la asistencia a los países pobres. Teodoro Moscoso, que fuera administrador general de la Alianza para el Progreso confesó: «…puede ocurrir que los Estados Unidos necesiten el voto de un país determinado en la Organización de las Naciones Unidas, o en la OEA, y es posible que entonces el gobierno de ese país -siguiendo la consagrada tradición de la fría diplomacia- pida un precio a cambio. En 1962, el delegado de Haití a la Conferencia de Punta del Este cambió su voto por un aeropuerto nuevo, y así los Estados Unidos obtuvieron la mayoría necesaria para expulsar a Cuba de la Organización de Estados Americanos [76]. El ex dictador de Guatemala, Miguel Ydigoras Fuentes, ha declarado que tuvo que amenazar a los norteamericanos con que negaría el voto de su país a las conferencias de la Alianza para el Progreso, para que ellos cumplieran con su promesa de comprarle más azúcar. Podría resultar a primera vista, paradójico que Brasil haya sido el país más favorecido por la Alianza para el Progreso durante el gobierno nacionalista de Joao Goulart (1961-64). Pero la paradoja cesa, no bien se conoce la distribución interna de la ayuda recibida: los créditos de la Alanza fueron sembrados como minas explosivas en el camino de Goulart. Carlos Lacerda, gobernador de Guanabara y, por entonces, líder de la extrema derecha, obtuvo siete veces más dólares que todo el nordeste: el estado de Guanabara, con sus escasos cuatro millones de habitantes, pudo así inventar hermosos jardines para turistas en los bordes de la bahía más espectacular del mundo, y los nordestinos siguieron siendo la llaga viva de América Latina.

En junio de 1964, ya triunfante el golpe de Estado que instaló en el poder a Castelo Branco, Thomas Mann, subsecretario de Estado para asuntos interamericanos y brazo derecho del presidente Johnson, explicó: “Los Estados Unidos distribuyeron entre los gobernadores eficientes de ciertos estados brasileños la ayuda que era destinada al gobierno de Goulart, pensando financiar así la democracia; Washington no dio dinero alguno para la balanza de pagos o el presupuesto federal, porque eso podía beneficiar directamente al gobierno central”. La administración norteamericana había resuelto negar cualquier tipo de cooperación al gobierno de Belaúnde Terry, en el Perú, «a menos que diera las deseadas garantías de que seguiría una política indulgente hacia la Internacional Petroleum Company. Belaúnde rehusó y como resultado, a fines de 1965 no había recibido aún su parte en la Alianza para el Progreso. Posteriormente, como se sabe, Belaúnde transó. Y perdió el petróleo y el poder: había obedecido para sobrevivir. En Bolivia, los préstamos norteamericanos no proporcionaron un solo centavo para que el país pudiera levantar sus propias fundiciones de estaño, de modo que el estaño continuó viajando en bruto a Liverpool y desde allí, ya elaborado, a Nueva York; en cambio, la ayuda dio nacimiento a una burguesía comercial parasitaria, infló la burocracia, alzó grandes edificios y tendió modernas autopistas y otros elefantes blancos, en un país que disputa con Haití la más altas tasas de mortalidad infantil de América Latina. Los créditos de los Estados Unidos o sus organismos internacionales negaban a Bolivia el derecho de aceptar las ofertas de la Unión Soviética, Checoslovaquia y Polonia para crear una industria petroquímica, explotar y fundir el cinc, el plomo y los yacimientos de hierro, e instalar hornos de fundición de estaño y de antimonio. En cambio, Bolivia quedó obligada a importar productos exclusivamente de los Estados Unidos. Cuando por fin cayó el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, devorado en sus cimientos por la ayuda norteamericana, el Embajador de los Estados Unidos, Douglas Henderson, comenzó a asistir puntualmente a las reuniones de gabinete del dictador René Barrientos.

Los préstamos ofrecen indicaciones tan precisas como las de un termómetro para evaluar el clima general de los negocios de cada país, y ayudan a despejar los nubarrones políticos o las tormentas revolucionarias del transparente cielo de los millonarios.

«Los Estados Unidos van a concertar su programa de ayuda económica en los países que muestren la mayor inclinación a favorecer el clima de inversiones, y retirar la ayuda a los otros países en que una performance satisfactoria no sea demostrada», anunciaron, en 1963, diversos hombres de negocios encabezados por David Rockefeller [77]. El texto de la ley de ayuda extranjera se hace categórico al disponer la suspensión de la asistencia a cualquier gobierno que haya “nacionalizado, expropiado o adquirido la propiedad o el control de la propiedad perteneciente a cualquier ciudadano de los Estados Unidos o cualquier corporación, sociedad o asociación”, que pertenezcan a ciudadanos norteamericanos, en una proporción no inferior a la mitad [78]. No en vano el Comité de Comercio de la Alianza para d Progreso cuenta, entre sus miembros más distinguidos, con los más altos ejecutivos del Chase Manhattan y del City Bank, la Standard Oil, la Anaconda y la Grace. La AID despeja el camino a los capitalistas norteamericanos, de múltiples maneras; entre otras, exigiendo la aprobación de los acuerdos de garantías de las inversiones contra las posibles pérdidas por guerras, revoluciones, insurrecciones o crisis monetarias. En 1966, según el Departamento de Comercio de los Estados Unidos, los inversionistas privados norteamericanos recibieron estas garantías en quince países de América Latina, por cien proyectos que sumaban más de trescientos millones de dólares, dentro del Programa de Garantía de Inversiones de la AID.

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[76] También se prometió a la dictadura de Duvalier, en señal de gratitud, una carretera en dirección al aeropuerto. Irving Pflaum (Arena of Decisión. Latin American Crisis, Nueva York, 1965) coinciden en que éste fue un caso de soborno. Pero los Estados Unidos no cumplieron con sus promesas a Haití. Duvalier, “Papa Doc”, guardián de la muerte en la mitología vudú, se sintió estafado. Según dicen, el viejo brujo invocó la ayuda del Diablo para vengarse de Kennedy, y sonrió complacido cuando los balazos de Dallas pusieron fin a la vida del presidente norteamericano.

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[77] La hija de David, Peggy Rockefeller, decidió poco después irse a vivir a una favela de Río de Janeiro llamada Jacarezinho. Su padre, uno de los hombres más ricos del mundo, viajó a Brasil para atender sus negocios y fue personalmente a la humilde casa de familia que Peggy había elegido, probó la humilde comida, comprobó con espanto que la casa se llovía y las ratas entraban por debajo de la puerta. Al irse, dejó sobre la mesa un cheque con varios ceros. Peggu vivió allí durante algunos meses, colaborando con los Cuerpos de Paz. Los cheques continuaron llegando. Cada uno de ellos equivalía a lo que el dueño de casa podía ganar en diez años de trabajo. Cuando Peggy finalmente se fue, la casa y la familia Jacarezinho se había transformado. Nunca la favela había conocido tanta opulencia. Peggy había venido del cielo en línea recta. Era como haber ganado todas las loterías juntas. Entonces, el dueño de la casa donde Peggy había vivido pasó a ser la mascota del régimen. Reportajes en la TV y en la radio, artículos en diarios y revistas, la publicidad desatada: él era un ejemplo que todos los brasileños debían imitar. Había salido de la miseria gracias a su inquebrantable voluntad de trabajo y su capacidad de ahorro: vean, vean, él no gasta en aguardiente lo que gana, ahora tiene televisión, refrigerador, muebles nuevo, los chicos calzan zapatos. La propaganda olvidaba un pequeño detalle: la visita del hada Peggy. Porque Brasil tenía noventa millones de habitantes y el milagro se había producido para uno solo.

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[78] Hickenlooper Amendment, Section 620, Foreign Assistance Act. No es casual que este texto legal se refiera explícitamente a las medidas adoptadas contra los intereses norteamericanos “al primero de enero de 1962 o en fecha posterior”. El 16 de febrero de 1962, el gobernador Leonel Brizola había expropiado la compañía d teléfonos del estado brasileño de Río Grande do Sul, subsidiaria de la International Telephone and Telegraph Corporation, y esta decisión había endurecido las relaciones entre Washington y Brasilia. La empresa no aceptaba la indemnización propuesta por el gobierno…