LA INDUSTRIALIZACIÓN NO ALTERA LA ORGANIZACIÓN DE LA DESIGUALDAD EN EL MERCADO MUNDIAL
El intercambio de mercancías constituye, junto a las inversiones directas en el exterior y los empréstitos, la camisa de fuerza de la división internacional del trabajo. Los países del llamado Tercer Mundo intercambian entre sí poco más de la quinta parte de sus exportaciones, y en cambio dirigen las tres cuartas partes del total de sus ventas exteriores hacia los centros imperialistas de los que son tributarios. En su mayoría, los países latinoamericanos se identifican, en el mercado mundial, con una sola materia prima o con un solo alimento. América Latina dispone de lana, algodón y fibras naturales en abundancia, y cuenta con una industria textil ya tradicional, pero apenas participa en un 0,6 por ciento de las compras de hilados y tejidos de Europa y Estados Unidos. La región ha sido condenada a vender sobre todo productos primarios, para dar trabajo a las fábricas extranjeras, y ocurre que esos productos «son exportados, en su gran mayoría, por fuertes consorcios con vinculaciones internacionales, que disponen de las relaciones necesarias en los mercados mundiales para colocar sus productos en las condiciones más convenientes» [80], pero en las más convenientes para ellos, que por lo general expresan los intereses de los países compradores: es decir, a los precios más baratos. Hay en los mercados internacionales un virtual monopolio de la demanda de materias primas y de la oferta de productos industrializados; a la inversa, operan dispersos los ofertantes de productos básicos, que son también compradores de bienes terminados: los unos, fuertes, actúan congregados en torno a la potencia dominante, Estados Unidos, que consume casi tanto como todo el resto del planeta; los otros, débiles, operan aislados, compitiendo los oprimidos contra los oprimidos. Nunca ha existido en los llamados mercados internacionales el llamado libre juego de la oferta y la demanda, sino la dictadura de una sobre la otra, siempre en beneficio de los países capitalistas desarrollados. Los centros de decisión donde los precios se fijan se encuentran en Washington, Nueva York, Londres, París, Amsterdam, Hamburgo; en los consejos de ministros y en la bolsa. De poco o nada sirve que se hayan suscrito, con pompa y estrépito, acuerdos internacionales para proteger los precios del trigo (1949), del azúcar (1953), del estaño (1956), del aceite de oliva (1956), y del café (1962). Basta contemplar la curva descendente del valor relativo de estos productos, para comprobar que los acuerdos no han sido más que simbólicas excusas que los países fuertes han presentado a los países débiles cuando los precios de sus productos habían alcanzado niveles escandalosamente bajos. Cada vez vale menos lo que América Latina vende y, comparativamente, cada vez es más caro lo que compra.
Con el producto de la venta de veintidós novillos, Uruguay podía comprar un tractor Ford Major en
1954; hoy, necesita más del doble. Un grupo de economistas chilenos que realizó un informe para la central sindical estimó que, si el precio de las exportaciones latinoamericanas hubiera crecido desde 1928 al mismo ritmo que ha crecido el precio de las importaciones, América Latina hubiera obtenido, entre 1958 y 1967, cincuenta y siete mil millones de dólares más de lo que recibió, en ese período, por sus ventas al exterior. Sin remontarse tan lejos en el tiempo, y tomando como base los precios de 1950, las Naciones Unidas estiman que América Latina ha perdido, a causa del deterioro del intercambio, más de dieciocho mil millones de dólares en la década transcurrida entre 1955 y 1964. Posteriormente, la caída continuó. La brecha de comercio -diferencia entre las necesidades de importación y los ingresos que se obtienen de las exportaciones- será cada vez más ancha si no cambian las actuales estructuras del comercio exterior: cada año que pasa, se cava más profundamente este abismo para América Latina. Si la región se propusiera lograr, en los próximos tiempos, un ritmo de desarrollo ligeramente superior al de los últimos quince años, que ha sido bajísimo, enfrentaría necesidades de importación que excederían largamente el previsible crecimiento de sus ingresos de divisas por exportaciones.
Según los cálculos del ILPES, la brecha de comercio ascendería, en 1975, a 4.600 millones de dólares, y en 1980 llegaría a los 8.300 millones. Esta última cifra representa nada menos que la mitad del valor de las exportaciones previstas para ese año. Así, sombrero en mano, los países latinoamericanos golpearán cada vez más desesperadamente a las puertas de los prestamistas internacionales.
A. Emmanuel sostiene que la maldición de los precios bajos no pesa sobre determinados productos, sino sobre determinados países. Al fin y al cabo, el carbón, uno de los principales productos de exportación de Inglaterra hasta no hace mucho, no es menos primario que la lana o el cobre, y el azúcar contiene más elaboración que el whisky escocés o los vinos franceses; Suecia y Canadá exportan madera, una materia prima, a precios excelentes. El mercado mundial funda la desigualdad del comercio, según Emmanuel, en el intercambio de más horas de trabajo de los países pobres por menos horas de trabajo de los países ricos: la clave de la explotación reside en que existe una enorme diferencia en los niveles de salarios de unos y otros países, y que esa diferencia no está asociada a diferencias de la misma magnitud en la productividad del trabajo. Son los salarios bajos los que, según Emmanuel, determinan los precios bajos, y no a la inversa: los países pobres exportan su pobreza, con lo que se empobrecen cada vez más, al tiempo que. los países ricos obtienen el resultado inverso. Según las estimaciones de Samir Amin, si los productos exportados por los países subdesarrollados en 1966 hubieran sido producidos por los países desarrollados con las mismas técnicas pero con sus mucho mayores niveles de salarios, los precios hubieran variado a tal punto que los países subdesarrollados hubieran recibido catorce mil millones de dólares más.
[80] En el trienio 1966 – 68, el café proporcionó a Colombia el 64 % de sus ingresos totales por exportaciones; a Brasil, el 43 %, a El Salvador el 48 %, a Guatemala el 42 % y a Costa Rica el 36 %. El banano abarcó el 61 % de las divisas de Ecuador, el 54 % de las de Panamá y el 47 % de las de Honduras. Nicaragua dependió del algodón en un 42 %. La república Dominicana del azúcar en un 56 %. Carnes, cueros y lanas proporcionaron a Uruguay un 83 % de sus divisas y a la Argentina un 38 %. El cobre sumó un 74 % de los ingresos comerciales de Chile, y el 26 % de los de Perú; el estaño representó el 54 % del valor de las exportaciones de Bolivia. Venezuela obtuvo del petróleo el 93 % de sus divisas. Naciones Unidas. CEPAL, op. cit.
En cuanto a México, “depende en más de un 30 % de tres productos, en más de un 40 % de cinco productos y en más de un 50 % de diez productos, en su gran mayoría no manufacturados, que tienen como principal salida el mercado norteamericano”. Pablo González Casanova, La democracia en México, México 1965.