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Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley. Desde las bocas delos cinco socavones que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulaba en torno de los infinitos agujeros, tiene todos los colores: son rozados, lilas, púrpuras ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos. Los llamperos rompen las la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para pesar y separar, picotean, como pajaritos, los restos de minerales en busca de estaño. En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas. Los pallacos cavan a pico y a pala pequeños túneles para extraer venenos de los despojos. El cerro es rico todavía – me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra con las manos-. Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como su fuera planta, igual». Frente al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado Huakajchi, que en quechua significa: «Cerro que ha llorado». de sus laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los «ojos de agua» que dan de beber a los mineros.

En sus épocas de auge al promediar el siglo XVII, la cuidad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieran su sello al arte colonial americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo a la espléndida Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y con el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros de repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos. Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, no con las figuras u objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno. Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado» de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo romántico, rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas.

Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de san Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste, en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: «El munos está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Postosí queman cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.

Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretado como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios fúnebres.

Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Álvaro Bajarano había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su cadáver «todos los curas y sacerdotes de Potosí». El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción con campanillas y palio, podía, como la comunión, curar a la agonizante, aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor.

«El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve era cálida como el azahar o el cabello de choclo…».

En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Catyara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se ha debido ir…» la anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos.

Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle. Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres». La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío.

Junto a Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas. La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreos brotaban continuamente junto a los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo, su sello. «Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes…». Antes, esta fue la capital cultural de los virreinatos, la sede principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Coquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los recogieran los transeúntes afortunados.