En este reino del absurdo organizado las catástrofes naturales se convierten en bendiciones del cielo para los países productores. Las agresiones de la naturaleza levantan los precios y permiten movilizar las reservas acumuladas. Las feroces heladas que asolaron la cosecha de 1969 en Brasil condenaron a la ruina a numerosos productores, sobre todo a los más débiles, pero empujaron hacia arriba la cotización internacional del café y aliviaron considerablemente el stock de sesenta millones de bolsas -equivalentes a dos tercios de la deuda externa de Brasil- que el Estado había acumulado para defender los precios. El café almacenado, que se estaba deteriorando y perdía valor progresivamente, podía haber terminado en la hoguera. No sería la primera vez. A raíz de la crisis de 1929, que echó abajo los precios y contrajo el consumo, Brasil quemó 78 millones de bolsas de café: así ardió en llamas el esfuerzo de doscientas mil personas durante cinco zafras. Aquella fue una típica crisis deuna economía coloniaclass="underline" vino de fuera.
La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores del café, un incendio de la moneda. Este es el mecanismo usual en América latina para «socializar las pérdidas» del sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las devaluaciones, lo que se pierde en divisas.
Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación del área al cultivo del producto afortunado. El estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York»
Diez años que desangraron a Colombia
Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antoquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundimarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso -decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la mesura».
Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos.
El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase como el bienestar de un país? La violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán.
Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar a los niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin alterar los buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres. Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la desnutrición, el deshogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro, Avenegra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas que cantaban las bandas:
Yo soy campesino puro
y no empecé la pelea
pero si me buscan ruido
la bailan con la más fea.
Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que, levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron, en Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron turnarse sucesivamente en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra y por aire, dieciséis mil soldados.