Выбрать главу

– En realidad, era un sonido agradable, como si estuviese lloviendo -dijo.

Del suelo se levantaba vapor impregnado de un olor a jabón con perfume a jazmín (semanas más tarde pedimos a la dependienta de la sección de perfumería de Jacobsen's que nos dejara oler el jabón con perfume a jazmín). El padre Moody se quedó fuera del cuarto de baño, sin atreverse a entrar en aquella cueva húmeda situada entre los dormitorios de las chicas y compartida por todas ellas. De no haber sido cura y haber mirado dentro habría visto un inodoro como un trono en el que defecaban públicamente las hermanas Lisbon y una bañera que utilizaban como diván y que llenaban de almohadas para que dos de las hermanas pudieran tumbarse allí mientras otra se rizaba el pelo. Habría visto el radiador cubierto de vasos y latas de Coca-Cola, la concha para el jabón utilizada, en caso de apuro, como cenicero. Desde que tenía doce años, Lux pasaba horas fumando en el retrete, exhalando el humo por la ventana o echándolo en una toalla húmeda que después dejaba colgada fuera. Pero el padre Moody no vio nada de esto porque no hizo más que atravesar aquella corriente de aire tropical que recorría la casa y aquí se acabó todo. No por eso dejó de sentir detrás de él otras corrientes más frías, ni las motas de polvo aleteando ni aquel olor familiar que toda casa tiene y que uno reconoce apenas entra en ella. La casa de Chase Buell olía a piel humana, la de Joe Larson a mayonesa, y en nuestra opinión, la de los Lisbon olía a palomitas de maíz rancias, aunque el padre Moody, cuando la visitó a partir del momento que comenzaron las muertes, dijo:

– Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas. ¡Tantas flores! ¡Tanto polvo!

Quiso volver a la corriente que olía a jazmín pero mientras estaba allí de pie escuchando la lluvia que goteaba en las baldosas del cuarto de baño y borraba las pisadas de las chicas, oyó voces. Pasó rápidamente por el pasillo y llamó en voz alta a la señora Lisbon, pero ésta no respondió. Volvió al rellano y, cuando empezaba a bajar las escaleras, vio a las hermanas Lisbon a través de una puerta entreabierta.

– En esos momentos las niñas no tenían intención de repetir el error de Cecilia. Sé que todo el mundo se figura que aquello obedeció a un plan o que nosotros manejamos el asunto muy mal, pero la verdad es que ellas se encontraban tan anonadadas como nosotros.

El padre Moody dio unos golpecitos suaves en la puerta y pidió permiso para entrar.

– Estaban sentadas en el suelo y resultaba evidente que habían estado llorando. Creo que habían celebrado una especie de fiesta nocturna particular. Había almohadas por todas partes. No me gusta tener que hacer alusión a este punto y recuerdo que incluso entonces me reprendí por ello, pero no cabía la menor duda: no se habían bañado.

Preguntamos al padre Moody si había hablado con las chicas de la muerte de Cecilia o del disgusto que estaban pasando, pero él respondió que no había dicho nada al respecto.

– Lo saqué a colación unas cuantas veces, pero no se dieron por aludidas. Sé muy bien que este tipo de cosas no se pueden forzar. Hay que buscar el momento oportuno y esperar a que el ánimo esté bien dispuesto.

Al pedirle que nos resumiese la impresión que le había producido el estado emocional de las chicas, dijo:

– Afectadas, pero no hundidas.

Durante los primeros días que siguieron al funeral, el interés que sentimos por las hermanas Lisbon no hizo más que ir en aumento. A su belleza se sumaba ahora un nuevo y misterioso sufrimiento, llevado en el más absoluto silencio pero visible en aquella hinchazón azulada debajo de los ojos o en aquella manera que tenían a veces de pararse a medio camino, bajar los ojos y sacudir la cabeza como manifestando su desacuerdo con la vida. Su pesadumbre las llevaba a vagabundear y nos dijeron que habían sido vistas paseando sin rumbo fijo por el Eastland, recorriendo la iluminada galería con sus modestos surtidores y los perritos calientes ensartados debajo de lámparas de infrarrojos. De vez en cuando tocaban alguna blusa o algún vestido, pero nunca compraban nada. Woody Clabault vio a Lux Lisbon hablando con un grupo de motoristas en la puerta de Hudson's. Uno le dijo que, si quería, la llevaba, y después de mirar en dirección a su casa, situada a más de quince kilómetros de distancia, la chica aceptó y abrazó la cintura del muchacho. Éste en seguida infundió vida a la máquina con un impulso del pie. Más tarde vieron a Lux caminando sola hacia su casa con los zapatos en la mano.

Tumbados sobre un trozo de estera en el sótano de los Krieger, nos dedicábamos a soñar en todas las maneras posibles de consolar a las hermanas Lisbon. Algunos queríamos echarnos sobre la hierba con ellas o cantarles canciones acompañándonos de la guitarra. Paul Baldino se inclinaba por llevarlas a Metro Beach para que se bronceasen al sol. Chase Buell, cada vez más influido por la Ciencia Cristiana de la que su padre era adepto, sólo dijo que las chicas necesitaban «ayuda, pero no de este mundo». Con todo, al preguntarle qué quería decir con esas palabras, se encogía de hombros y decía:

– Nada.

Sin embargo, cuando veía pasar a las hermanas Lisbon se agachaba detrás de un árbol, cerraba los ojos y se dedicaba a mover los labios.

Pero no sólo pensábamos en las chicas. Ya antes del funeral de Cecilia muchos no sabían hablar de otra cosa que de lo peligrosa que era aquella verja sobre la que ella había saltado.

– Era un accidente que cabía esperar -dijo el señor Frank, que trabajaba en una compañía de seguros-. No hay póliza que cubra ese riesgo.

– Hasta a nuestros hijos les habría podido ocurrir -no paraba de insistir la señora Zaretti a la hora del café después de la misa del domingo.

Algunos padres no tardaron en eximir de culpas a la verja. Resultaba que la verja en cuestión estaba en la propiedad de los Bates, por lo que el señor Buck, abogado, habló con el señor Bates sobre la posibilidad de quitarla, aunque quiso mencionar el asunto al señor Lisbon. Por supuesto que todos daban por sentado que los Lisbon estarían contentos con la decisión.

Rara vez habíamos visto a nuestros padres con botas de trabajo, peleándose con la tierra, armados con azadones flamantes. Luchaban con la verja, encorvados como los marines cuando izaron la bandera de Iwo Jima. Fue la demostración más importante de esfuerzo colectivo que se recordaba en el vecindario: todos aquellos abogados, médicos y banqueros hombro con hombro en la trinchera, mientras las madres les levantaban el ánimo ofreciéndoles Kool-Aid de naranja. Por un momento nuestro siglo volvía a ser noble. Hasta los gorriones en los hilos del teléfono parecían contemplar la escena. No pasaban coches. La niebla industrial de la ciudad hacía que los hombres parecieran figurillas de peltre, pero llegó la noche y aún no habían conseguido sacar la verja. Al señor Hutch se le ocurrió la idea de serrar los barrotes tal como lo habían hecho los sanitarios y los hombres pasaron un buen rato haciendo turnos en la labor de serrar, pero aquellos brazos, que sólo estaban acostumbrados a manejar papeles, no tardaron en rendirse. Por fin decidieron atar la verja a la parte trasera del Bronco todoterreno propiedad del tío Tucker. A nadie le importaba que el tío Tucker no tuviera carnet de conducir (los examinadores siempre detectaban el aliento a alcohol y aun cuando dejó de beber tres días antes del examen, seguramente seguía saliéndole por los poros). Nuestros padres se limitaron a gritarle:

– ¡Dale fuerte!

El tío Tucker apretó a fondo el acelerador, pero la verja ni siquiera se movió. A media tarde acabaron por rendirse e hicieron una colecta para contratar a un equipo de gente del oficio. Una hora más tarde llegaba un hombre en un camión remolcador, sujetaba un barrote con un gancho, apretaba un botón para hacer girar el enorme manubrio y, con un potente fragor de tierra removida, arrancaba la verja asesina.

– Hay sangre -dijo Anthony Turkis.

La examinamos para averiguar si aquella sangre que nadie había visto cuando ocurrió el suicidio era posterior al mismo. Algunos aseguraban que estaba en la tercera púa, otros que en la cuarta, pero fue algo tan imposible como encontrar la pala ensangrentada en la parte de atrás de Abbey Road, donde todos los indicios proclamaban que Paul estaba muerto.