El señor Lisbon procedió a hacer su ronda nocturna habitual destinada a comprobar si la puerta principal estaba cerrada con llave (no lo estaba), si la luz del garaje estaba apagada (sí lo estaba) y si había quedado encendido alguno de los quemadores de la cocina (no había quedado ninguno). Apagó la luz del cuarto de baño de la planta baja, donde encontró en el lavabo los hierros de los dientes de Kyle Krieger, que se los había sacado durante la fiesta para comer el pastel. El señor Lisbon aclaró debajo del grifo los hierros de Kyle, examinó aquella forma rosada que encajaba con el paladar del chico, las ondulaciones del plástico que bordeaban la torreta de los dientes, el alambre frontal retorcido en los puntos clave (se distinguían las marcas de las tenacillas) para ejercer una presión progresiva. El señor Lisbon sabía que sus deberes de vecino y de padre le obligaban a guardar el hierro aquel en una bolsa Ziploc, llamar a los Krieger y comunicarles que aquel carísimo aparato de ortodoncia de su hijo estaba a buen recaudo. Este tipo de acciones -sencillas, humanas, conscientes, clementes- sirven para que la vida siga adelante. Unos días antes seguro que habría hecho todo aquello. Ahora, sin embargo, cogió el artilugio y lo tiró en el retrete. Después apretó la manija del agua. La oleada zarandeó el aparato, que desapareció por la garganta de porcelana, pero apenas las aguas se aquietaron volvió a emerger flotando en la superficie con aire burlón. El señor Lisbon aguardó a que volviera a llenarse el depósito y accionó nuevamente el dispositivo del agua. Ocurrió lo mismo. En esta ocasión la réplica de la boca del muchacho quedó en la blanca pendiente de porcelana.
En este punto el señor Lisbon vio un centelleo con el rabillo del ojo.
– Me pareció ver a alguien pero al mirar no vi nada.
Tampoco vio nada cuando volvió al recibidor de atrás, entró en el vestíbulo y subió las escaleras. En la planta inferior se detuvo delante de la puerta de las chicas, pero sólo oyó a Mary que tosía en sueños, a Lux que tenía puesta la radio muy baja y cantaba. Se metió en el cuarto de baño de sus hijas. Por la ventana entraba un rayo de luna que iluminó una parte del espejo. Entre las huellas de dedos que lo cubrían había una zona circular limpia en la que las chicas se miraban y sobre el espejo Bonnie había pegado una paloma recortada con papel de dibujo. El señor Lisbon entreabrió los labios en una mueca y observó en el círculo limpio del espejo su colmillo postizo de la parte izquierda de la boca, que ya empezaba a volverse verde. Las puertas de los dormitorios que compartían las chicas no estaban cerradas del todo y de dentro salían suspiros y murmullos. Prestó atención a los sonidos, como si pudieran revelarle los sentimientos de sus hijas y la manera de aquietarlos. Lux apagó la radio y todo quedó en silencio.
– No podía entrar -nos confesó años más tarde el señor Lisbon-. No habría sabido qué decir.
Sólo cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al encuentro del olvido que el sueño le traería, el señor Lisbon vio el espectro de Cecilia. Estaba en su antiguo dormitorio y al parecer, puesto que volvía a llevar el traje de novia, se había quitado aquel vestido de color crema con cuello de encaje que le habían puesto antes de meterla en el ataúd.
– La ventana continuaba abierta -dijo el señor Lisbon-, creo que nunca nos acordábamos de cerrarla. Para mí estaba claro que o cerraba aquella ventana o ella seguiría saltando siempre por ella.
Según sus palabras, no la llamó, no quería saber nada de la sombra de su hija, no quería saber por qué se había matado ni pedirle que lo perdonara ni regañarla. Se limitó a pasar por su lado rozándola apenas para cerrar la ventana, pero el espectro se volvió y entonces el señor Lisbon vio que era Bonnie, envuelta en una sábana.
– No te preocupes -le dijo ella con voz tranquila-, porque ya han sacado la verja.
En una nota manuscrita que mostraba la caligrafía perfeccionada durante sus años de estudiante en Zurich, el doctor Hornicker citó al señor y a la señora Lisbon para una segunda consulta, a la que sin embargo no acudieron. Por lo que pudimos observar durante el resto del verano, la señora Lisbon se hizo cargo nuevamente de la casa mientras el señor Lisbon se retiraba en la sombra. Cuando volvimos a verlo, tenía el aire pusilánime de un pariente pobre. A finales de agosto, durante las semanas de preparativos que anteceden al principio del curso, comenzó a salir furtivamente de la casa por la puerta trasera. El coche gimoteaba en el garaje y, cuando se levantaba la puerta automática, salía indeciso, de medio lado, como un animal al que le faltara una pata. A través del parabrisas veíamos al señor Lisbon al volante, el cabello todavía húmedo y la cara con restos de crema de afeitar, e inexpresiva cuando golpeaba con el tubo de escape el camino de entrada y arrancaba chispas, lo que ocurría siempre. A las seis de la tarde regresaba a casa. En cuanto aparecía por el camino de entrada, la puerta del garaje se estremecía un momento antes de engullirlo y ya no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente, cuando el golpe metálico del tubo de escape anunciaba su salida.
El único contacto extenso con las hermanas Lisbon tuvo lugar a finales de agosto, cuando Mary apareció sin que hubiera mediado una cita previa en el consultorio dental del doctor Becker. Años más tarde hablamos con él, delante de docenas de moldes dentales de yeso que nos sonreían aviesamente desde vitrinas de cristal. Cada uno de aquellos moldes ostentaba el nombre del desgraciado niño que había tenido que tragar el cemento. Su sola visión nos retrotraía a la tortura medieval de nuestra ortodoncia particular. El doctor Becker habló un rato sin que le prestáramos atención, ya que todavía lo estábamos viendo martilleando abrazaderas en nuestras muelas o sujetándonos los dientes superiores e inferiores con gomas elásticas. La lengua buscó en la boca las bolsas que había dejado el tejido cicatrizal al fijar las grapas y, pese a haber transcurrido quince años, aún nos parecía notar el dulzor de la sangre.
El doctor Becker decía:
– Recuerdo a Mary porque vino sin sus padres, y eso no lo había hecho nunca ningún niño. Cuando le pregunté qué quería, se metió dos dedos en la boca y tiró para afuera adelantando el labio. Sólo dijo: «¿Cuánto?». Temía que sus padres no estuviesen en condiciones de pagarlo.
El doctor Becker se negó a hacer un presupuesto a Mary Lisbon.
– Que venga tu madre y hablaremos -le dijo.
De hecho, el proceso era largo, porque Mary, al igual que sus hermanas, tenía dos colmillos suplementarios. Se quedó en el sillón del dentista contrariada y con los pies levantados, mientras el tubo plateado chirriaba al aspirar agua en un cuenco.
– Tuve que dejarla sentada en el sillón porque tenía a cinco niños esperando -explicó el doctor Becker-. La enfermera me dijo después que la había oído llorar.
Las chicas no aparecieron en grupo hasta el día de la Reunión. El 7 de septiembre, un día con una temperatura que enfriaba todas las esperanzas de un veranillo de San Martín, Mary, Bonnie, Lux y Therese se presentaron en la escuela como si no hubiera ocurrido nada. Una vez más, aunque llegaron en bloque, apreciamos nuevas diferencias en ellas, y nos pareció que, si las observábamos con mucha atención, tal vez consiguiésemos entender un poco qué sentían y cómo eran. La señora Lisbon no les había comprado vestidos nuevos, por lo que llevaban los mismos del año anterior. Era ropa decorosa pero excesivamente ceñida (pese a todo, las hermanas Lisbon seguían desarrollándose) y parecían incómodas. Mary se había emperifollado con algunos accesorios: un juego de brazaletes de bolas de madera del mismo color rojo vivo que el pañuelo que llevaba atado al cuello. La falda escocesa de Lux, que ya le iba corta, le dejaba las rodillas y unos tres centímetros de muslo al descubierto. Bonnie llevaba puesta una cosa que parecía una tienda de campaña adornada con unas trencillas serpenteantes. Therese lucía un vestido blanco que parecía una bata de laboratorio. Pese a todo, las niñas entraron en fila con inesperada dignidad en medio del silencio que se hizo en el auditorio. Bonnie había hecho un sencillo ramillete con unos dientes de león del jardín de la escuela y lo puso debajo de la barbilla de Lux bromeando con ella. No se les notaba la desgracia que acababan de vivir pero, al sentarse, dejaron a su lado una silla plegable sin ocupar, como si la reservasen para Cecilia.