las hermanas Lisbon «Otra vez solo, naturalmente», Gilbert O'Sullivan
nosotros «Tienes un amigo», James Taylor
las hermanas Lisbon «¿Dónde juegan los niños?», Cat Stevens
nosotros «Querida Prudence», The Beatles
las hermanas Lisbon «Una candela al viento», Elton John
nosotros «Caballos salvajes», The Rolling Stones
las hermanas Lisbon «A los diecisiete», Janice lan
nosotros «El tiempo en una botella», Jim Croce
nosotros «Tan lejos», Carole King
En realidad, no estamos muy seguros del orden. Demo Karafilis garrapateó los títulos un poco al azar. De todos modos, el orden presentado ofrece la progresión básica de nuestra conversación musical. Como Lux había quemado sus discos de rock duro, las canciones de las chicas eran en su mayor parte de música folk. Se trataba de voces plañideras que pedían justicia e igualdad. Algún ocasional violín country evocaba tiempos pasados. Los cantantes eran hombres de piel curtida o llevaban botas. Todas las canciones, una tras otra, palpitaban con secreto dolor. Hacíamos circular el pegajoso teléfono de oreja a oreja, los redobles de tambor eran tan regulares que parecía como si tuviésemos la oreja pegada al pecho de las hermanas Lisbon. A veces teníamos la impresión de que las oíamos cantar y era casi como estar con ellas en un concierto. Nuestras canciones eran en su mayor parte canciones de amor. Cada selección intentaba dirigir la conversación hacia terrenos más íntimos. Pero las hermanas Lisbon se atenían a cuestiones más impersonales. (Agachamos la cabeza e hicimos un comentario sobre su perfume. Dijeron que probablemente era de magnolia.) Poco después nuestras canciones se volvieron más tristes y sensibleras y entonces fue cuando ellas pusieron «Tan lejos». Advertimos el cambio de inmediato (habían dejado la mano en nuestra muñeca y se demoraban en ella) y continuamos con «Puente sobre aguas turbulentas». Con ésta subimos el volumen porque la canción expresaba mejor que ninguna lo que nos inspiraban las chicas, lo mucho que queríamos ayudarlas. Al terminar, esperamos su respuesta. Después de una larga pausa, volvió a rechinar su tocadiscos y entonces oímos aquella canción que incluso ahora, cuando la escuchamos a través del hilo musical de unas galerías comerciales, hace que detengamos nuestros pasos y que volvamos la vista atrás, hacia un tiempo perdido:
¡Eh! ¿habéis intentado probar alguna vez llegar al otro lado?
Tal vez suba al arco iris,
Pero, amigo, ahí está:
Los sueños son para los que duermen,
a nosotros nos toca vivir.
Y si te preguntas adónde va a parar esta canción,
quiero descubrirlo contigo.
Se interrumpió la comunicación. (De pronto, las muchachas nos habían echado los brazos al cuello, nos habían hecho aquella confesión ardiente al oído y habían salido corriendo de la habitación.) Durante unos minutos permanecimos inmóviles, escuchando el zumbido de la línea telefónica, que inmediatamente después comenzó a emitir un furioso bip bip hasta que una voz grabada nos dijo que colgáramos sin más pérdida de tiempo.
Nunca se nos habría ocurrido soñar que las hermanas Lisbon pudieran corresponder nuestro amor. Sólo de imaginarlo la cabeza nos daba vueltas. Nos tumbamos en la alfombra de los Larson, que olía superficialmente a desodorante de animales y, más profundamente, a animales. Pasó un buen rato sin que nadie hablara, pero, poco a poco, mientras íbamos barajando recuerdos en nuestra mente, comenzamos a ver las cosas bajo una nueva luz. ¿Acaso las hermanas Lisbon no nos habían invitado a la fiesta que habían dado en su casa el año pasado? ¿No sabían nuestros nombres y direcciones? ¿No nos espiaban a través de los pequeños huecos que limpiaban con la mano en los cristales sucios de las ventanas? Olvidados de nosotros y, cogidos de la mano, sonreíamos con los ojos cerrados. En el estéreo, Garfunkel comenzó a desgranar sus agudos y ya no pensamos en Cecilia. Sólo pensábamos en Mary, Bonnie, Lux y Therese, varadas en la vida, imposibilitadas hasta ahora de hablar con nosotros a no ser de aquella manera tímida e incierta. Repasamos sus últimos meses en la escuela y surgieron nuevos recuerdos. Lux se había dejado olvidado un día el libro de matemáticas y había tenido que compartir el de Tom Faheem. En el margen había escrito: «Quiero irme de aquí». ¿Qué amplitud tenía aquel deseo? Volviendo la vista atrás, nos dimos cuenta de que las hermanas Lisbon habían intentado comunicarse con nosotros, habían tratado de que las ayudásemos, pero nosotros habíamos estado demasiado embobados para escucharlas. Estábamos tan absortos vigilándolas que éramos incapaces de notar nada excepto que cuando las mirábamos nos miraban. ¿A quién más podrían recurrir? A sus padres desde luego que no, tampoco a los vecinos. Estaban prisioneras en su propia casa: fuera de ella, eran unas leprosas. Por eso se escondían del mundo y esperaban que alguien -nosotros- las salvase.
Durante los días siguientes tratamos de volver a llamar a las chicas, aunque sin éxito. El teléfono sonaba desesperanzado, abandonado. Nos imaginábamos el aparato ululando debajo de almohadones mientras las hermanas Lisbon trataban en vano de cogerlo. Incapaces de establecer contacto, compramos Lo mejor de Bread y estuvimos escuchando una y otra vez «Hacerlo contigo». Hablábamos de túneles incesantemente, decíamos que se podría iniciar uno en el sótano de los Larson y continuarlo por debajo de la calle. Podríamos trasladar la tierra en las perneras de los pantalones y vaciarlas mientras paseábamos, como en La gran evasión. Nos seducía tanto el dramatismo de la situación que llegamos a olvidar por un momento que aquel túnel ya estaba construido: las cloacas. Sin embargo, al explorarlas descubrimos que estaban llenas de agua, ya que aquel año el nivel del lago había vuelto a subir. No importaba. El señor Buell tenía una escalera extensible que podíamos apoyar fácilmente en las ventanas de las muchachas.
– Es como fugarse -dijo Eugie Kent.
Las palabras hicieron navegar nuestros pensamientos hasta un juez de paz de rostro rubicundo en alguna pequeña ciudad y hasta el coche cama de un tren que atravesaba durante la noche azules campos de trigo. Nos imaginábamos todo tipo de cosas, sólo esperábamos a que las hermanas dieran la señal.
Ninguna de estas cosas -lo de los discos, los destellos de luces, las estampas de la Virgen- salió nunca en los periódicos. Pensábamos en nuestra comunicación con las hermanas Lisbon como en una muestra de sagrada confianza, incluso cuando esa fidelidad dejó después de tener sentido. La señorita Perl (que más adelante publicó un libro con un capítulo dedicado a las hermanas Lisbon) habló de que su ánimo iba hundiéndose cada vez más en inevitable progresión. Presenta en él los últimos y patéticos intentos de las chicas por incorporarse a la vida -Bonnie ocupándose del altar, Mary poniéndose jerseys de colores chillones-, aunque la señorita Perl añade que, debajo de cada piedra que utilizaban las muchachas para construirse un refugio, había barro y gusanos. Las velas eran un espejo entre dos mundos que tenía una doble función: evocaba a Cecilia pero llamaba también a sus hermanas a reunirse con ella. Los vistosos jerseys de Mary sólo demostraban la urgente y desesperada necesidad de la adolescente de sentirse hermosa, en tanto que los holgados chándals de Therese revelaban su falta de autoestima.