Sabíamos que debíamos mantenernos apartados de Cecilia. Aunque ya le habían retirado las vendas, varias pulseras le tapaban las cicatrices. Como ninguna de las otras chicas llevaba pulseras, supusimos que todas habían prestado las suyas a Cecilia. Las llevaba pegadas a la piel con cinta adhesiva para que no le resbalaran y en el vestido de novia había manchas de comida del hospital, de zanahorias y remolachas hervidas. Nos dieron el ponche y nos quedamos de pie a un lado de la sala mientras las hermanas Lisbon permanecían también de pie en el otro.
Nunca habíamos estado en una fiesta con custodia. Estábamos acostumbrados a las fiestas de nuestros hermanos mayores, que ahuyentaban a los padres fuera de la ciudad y en las que las habitaciones a oscuras vibraban con montones de cuerpos, vómitos musicales, barrilitos de cerveza metidos en hielo dentro de la bañera, tumultos en los pasillos y destrucción de la escultura del salón. Pero esta fiesta era totalmente diferente. La señora Lisbon iba llenando los vasos de ponche con un cazo y nosotros mirábamos a Therese y a Mary, que jugaban al dominó, mientras en el otro extremo de la habitación el señor Lisbon abría la caja donde guardaba las herramientas. Nos enseñó sus trinquetes, haciéndolos girar en la mano de modo que zumbaran, y un largo tubo cortante que según dijo era una fresadora y otro cubierto de masilla que, al decir de él, era un raspador y otro más con un extremo en punta que al parecer era un formón. Hablaba de aquellas herramientas en voz baja, con la mirada fija en ellas, sin alzarla ni por un instante hacia nosotros, recorriendo su superficie con los dedos o probando su agudeza en la tierna yema del pulgar. En la frente se le formaba un profundo pliegue vertical y los labios se le humedecían por momentos pese a que tenía la piel de la cara completamente seca.
Cecilia seguía sentada en el taburete.
Para nuestra alegría apareció Joe el Retrasado. Llegó cogido del brazo de su madre, con sus bermudas holgados y su gorrito azul de béisbol y, como de costumbre, con aquella sonrisita en la cara que es patrimonio de todos los mongoloides. Llevaba la invitación atada a la muñeca con una cinta roja, lo que significaba que las chicas Lisbon habían escrito su nombre con la misma corrección que el nuestro y cuando entró murmuró algunas palabras con aquella mandíbula prominente que tenía y los labios entreabiertos, aquellos minúsculos ojos japoneses y las mejillas recién afeitadas por sus hermanos. Nadie sabía cuántos años tenía exactamente Joe, pero lo recordábamos de siempre con patillas. Sus hermanos solían afeitarlo en el porche, donde sacaban un balde con agua y le gritaban que se estuviese quieto porque, como le rebanasen el pescuezo, la culpa no sería más que de él. Entonces Joe palidecía y se quedaba tan inmóvil como un lagarto. Sabíamos que los retrasados no viven mucho tiempo y que envejecen antes que las personas normales, lo que explicaba que por debajo de la gorrita de béisbol le asomasen unos cabellos grises. De niños creíamos que Joe el Retrasado ya habría muerto cuando fuéramos adolescentes, pero ya éramos adolescentes y Joe seguía siendo un niño.
Ahora que Joe el Retrasado había llegado tendríamos ocasión de demostrar a las hermanas Lisbon las cosas que sabía hacer, como por ejemplo mover rápidamente las orejas cuando le rascábamos la barbilla o decir siempre «cara» cuando echábamos una moneda al aire, nunca «cruz», porque la palabra era demasiado complicada para él, por mucho que le dijéramos:
– Joe, prueba a decir cruz.
Él se figuraba que siempre que decía «cara» ganaba, porque nosotros se lo habíamos hecho creer así.
Le hicimos cantar la canción que el señor Eugene le había enseñado, la que decía: «En Sambo Wango los monos no tienen rabo, en Sambo Wango los monos no tienen rabo, en Sambo Wango los monos no tienen rabo, las ballenas se lo han comido de un bocado». Aplaudimos y las chicas Lisbon aplaudieron también, incluida Lux, que además se inclinó hacia Joe el Retrasado, pero él era demasiado estúpido para apreciar el detalle.
Cuando la fiesta comenzaba a ponerse divertida Cecilia se deslizó del taburete y se dirigió a su madre. Jugando con los brazaletes que llevaba en la muñeca izquierda, le preguntó si la autorizaba a marcharse. Era la primera vez que oíamos su voz y nos sorprendió la madurez del tono. Más que nada sonaba vieja y cansada. Siguió toqueteando los brazaletes hasta que la señora Lisbon le respondió:
– Si eso es lo que quieres, Cecilia, pero ten en cuenta que si nos hemos tomado tantas molestias ha sido para celebrar una fiesta especialmente para ti.
Cecilia continuó tirando de los brazaletes hasta que se despegó la cinta adhesiva. Se quedó quieta.
– De acuerdo -dijo la señora Lisbon-. Ve arriba, si quieres. Nos divertiremos sin ti.
Tan pronto como la madre le dio permiso, Cecilia se dirigió a las escaleras. Tenía la cabeza baja y se movía como olvidada de sí misma, sus ojos de girasol fijos en aquel problema de su vida que no llegaríamos a entender jamás. Subió los escalones que conducían a la cocina, cerró la puerta tras ella y continuó escaleras arriba desde el vestíbulo. Oímos sus pasos sobre nuestras cabezas. Hacia la mitad de la escalera que llevaba a la planta superior, los pasos dejaron de oírse, pero no habían transcurrido treinta segundos cuando llegó a nosotros el ruido húmedo de su cuerpo al desplomarse sobre la verja que bordeaba la casa. Lo primero que oímos fue el viento, una especie de ráfaga que, según decidimos más tarde, debió de ser su vestido de novia al llenarse de aire. Fue un breve instante. Un cuerpo humano cae deprisa. El hecho era simplemente éste: una persona sujeta totalmente a las propiedades físicas cae con la rapidez de una piedra. Poco importa si el cerebro siguió destellando durante su trayectoria descendente o si se arrepintió de lo hecho o si tuvo tiempo de fijarse en las puntas de la verja que se proyectaban hacia ella. Su cerebro había dejado de existir en lo que pueda importar. Primero se oyó el soplo del viento una vez, y a continuación un ruido sordo y húmedo semejante al de una sandía al partirse. Aunque nos asustó, permanecimos quietos y tranquilos, como quien escucha una orquesta, inclinando la cabeza para captar mejor el sonido, sin saber por el momento qué había ocurrido. Después la señora Lisbon, como si estuviera sola, exclamó:
– ¡Oh, Dios mío!
El señor Lisbon subió las escaleras corriendo. La señora Lisbon llegó arriba y se quedó agarrada a la barandilla. Vimos su silueta en el hueco de la escalera, sus piernas gruesas, su espalda encorvada, la cabeza grande inmovilizada por el pánico, las gafas proyectadas hacia el espacio y llenas de luz. Había subido casi toda la escalera y dudamos en seguirla hasta que lo hicieron las hermanas Lisbon. Después nos apiñamos y fuimos juntos a la cocina. A través de una ventana lateral vimos al señor Lisbon entre los arbustos. Al salir por la puerta de la casa nos dimos cuenta de que tenía en brazos a Cecilia, una mano debajo del cuello y otra debajo de las rodillas. Trataba de arrancarla de la punta de hierro que le había atravesado el pecho derecho y se había abierto paso hasta dar con su incomprensible corazón, introduciéndose entre dos vértebras sin romper ninguna y asomando después por la espalda, desgarrándole el vestido y encontrando nuevamente el aire. La lanza había seguido su camino con tal rapidez que no se veía señal de sangre en ella. Estaba limpia por completo, y Cecilia sencillamente parecía una gimnasta en equilibrio sobre una pértiga. El aleteo del vestido de novia añadía a la escena un efecto casi circense. El señor Lisbon seguía tratando de levantar a su hija, ahora suavemente, pero aun en nuestra ignorancia supimos que era inútil y que a pesar de que Cecilia tenía los ojos abiertos y de que su boca seguía contrayéndose como la de un pez ensartado en el anzuelo, aquello sólo obedecía a los nervios, y supimos también que, en su segundo intento, Cecilia había conseguido salir del mundo.