En nuestra población no había más que un cementerio, un terreno muy poco atractivo que a lo largo de los años había sido propiedad de diferentes iglesias, desde los luteranos a los católicos pasando por los episcopalianos. Daba cobijo a tres tramperos francocanadienses comerciantes de pieles, a toda una estirpe de panaderos de apellido Kropp y a J.B. Milbank, inventor de un refresco local parecido a la cerveza sin alcohol. Con sus lápidas inclinadas, su camino de entrada en forma de herradura cubierto de grava roja y su profusión de árboles nutridos por pellejos bien alimentados, el cementerio se había ido llenando a lo largo del tiempo con los últimos cadáveres. Debido a esto, el director de pompas fúnebres, el señor Alton, se vio obligado a exponer al señor Lisbon una serie de alternativas posibles.
Se acordaba muy bien de aquel mal trago. Los días de la huelga del cementerio se olvidaron fácilmente, pero el señor Alton confesaba:
– Aquél era mi primer suicidio y, además, se trataba de una jovencita. No se podía recurrir al pésame habitual. Si he de decir la verdad, me costó lo mío.
En el West Side visitaron un cementerio tranquilo del sector palestino, pero al señor Lisbon le desagradó profundamente el sonido del almuecín llamando a oración a los fieles, aparte de que había oído decir que los vecinos continuaban matando cabras en la bañera como práctica ritual.
– No, aquí no -dijo-, aquí no.
Después se dieron una vuelta por un pequeño cementerio católico que al señor Lisbon le pareció perfecto hasta que llegó a la parte final, donde pudo contemplar tres kilómetros de terreno llano que le recordaron las fotografías de Hiroshima.
– Era el sector polaco -nos explicó el señor Alton.
La General Motors contrató a veinticinco mil polacos para construir una enorme fábrica automotriz. Demolieron veinticuatro manzanas de la ciudad, pero se les acabó el dinero y el terreno quedó convertido en cascajos y hierba. Un sitio desolado, por supuesto, pero sólo si lo mirabas desde la cerca de atrás.
Por fin llegaron a un cementerio público no adscrito a ninguna religión en especial y situado entre dos autopistas. Fue precisamente en este lugar donde Cecilia Lisbon fue despedida de acuerdo con los ritos funerarios de la Iglesia Católica, en todo salvo en el entierro. La defunción de Cecilia quedó oficialmente consignada en los registros eclesiásticos como un «accidente», al igual que ocurriría con las demás niñas un año después. Cuando preguntamos al padre Moody acerca del particular, respondió:
– No queríamos andarnos con sutilezas. ¿Y si resultaba que de veras había resbalado?
Cuando le presentamos las píldoras para dormir, el nudo corredizo y las demás cosas, entonces dijo:
– El suicidio, como todo pecado mortal, comporta una intención. Es muy difícil saber qué encerraba realmente el corazón de esas muchachas, qué pensaban hacer en realidad.
La mayoría de nuestros padres asistieron al sepelio, aunque a nosotros nos dejaron en casa para protegernos de la contaminación de la tragedia. Todos coincidieron en afirmar que aquel cementerio era el más soso que habían visto en su vida. No había lápidas ni monumentos, sólo losas de granito hincadas en la tierra y, en las sepulturas de los Veteranos de Guerras Extranjeras, banderas americanas de plástico muy maltratadas por la lluvia, o guirnaldas de alambre de las que colgaban flores secas. Al coche fúnebre le costó trabajo pasar a través de la verja a causa de los piquetes, pero cuando los huelguistas se enteraron de la edad de la difunta, hubo disensiones y algunos incluso bajaron las furibundas pancartas. Dentro era evidente el abandono provocado por la huelga. Alrededor de algunas tumbas había montones de cascotes. Una excavadora había dejado en suspenso el movimiento de sus fauces justo cuando iba a morder el terrón, como si le hubiera llegado la orden del sindicato en el momento de enterrar a alguien.
Los familiares, en su papel de sepultureros, habían hecho conmovedores intentos para que el lugar de descanso final de sus seres queridos quedase medianamente pulcro, pero en una tumba el abono excesivo había quemado la tierra hasta dejarla de un color amarillo brillante, en tanto que el riego excesivo había convertido otra en un pantano. Dado que había que trasegar el agua a mano (el sistema de riego automático había sido objeto de sabotaje), aquí y allá se veían profundas pisadas, como si por las noches los muertos se dedicaran a pasear entre las tumbas.
Hacía casi siete semanas que no se cortaba la hierba. Los que formaban la comitiva fúnebre estaban de pie con la hierba hasta el tobillo mientras esperaban a los que transportaban el féretro. Debido al bajo índice de mortalidad juvenil, los fabricantes de ataúdes hacían muy pocos de dimensiones medianas. Fabricaban un reducido número de féretros para recién nacidos, apenas más grandes que una caja de zapatos, y el tamaño siguiente ya era el máximo, muy superior al que Cecilia requería. Cuando en la funeraria abrieron el ataúd, todo lo que pudo ver la concurrencia fue un cojín de satén y el ondulante almohadillado de la tapa. La señora Turner comentó al respecto:
– Por un momento creí que estaba vacío.
Pero después, dejando apenas una leve marca en el fondo de la caja debido a sus treinta y nueve kilos, la desvaída piel y el cabello claro que se confundía con el blanco del satén, Cecilia fue emergiendo del féretro como la imagen de una ilusión óptica. Ya no llevaba el vestido de novia, que finalmente la señora Lisbon había tirado, sino uno de color crema con cuello de blonda, que su abuela le había regalado para unas Navidades pero que ella se había negado a llevar en vida. La parte abierta de la tapa no sólo permitía ver la cara y los hombros, sino también las manos de uñas mordisqueadas, los codos ásperos, los huesos gemelos de las caderas e incluso las rodillas.
Los únicos que desfilaron delante del féretro fueron los miembros de la familia. Primero pasaron las chicas, aturdidas e inexpresivas, por lo que después la gente comentó que por sus caras ya se podía haber supuesto lo que vendría después.
– Fue como si le hicieran un guiño -dijo la señora Carruthers.
– ¿Qué hicieron en vez de echarse a llorar? Pues se acercaron al ataúd, atisbaron el interior y se marcharon. ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Curt Van Osdol, el único chico que estuvo en la funeraria, dijo que él habría hecho una última demostración de sus sentimientos, allí delante del cura y de los demás, si nosotros hubiésemos estado presentes para verlo. Después de las chicas pasó la señora Lisbon cogida del brazo de su marido, dio diez pasos tambaleantes hasta Cecilia e inclinó la cabeza sobre su rostro. Por primera y última vez en su vida, se puso roja como la grana.
– ¡Fíjate en las uñas! -exclamó, según dijo el señor Burton-. ¿No podían hacer algo con esas uñas?
Pero el señor Lisbon replicó:
– Le crecerán. Las uñas continúan creciendo. Y ahora ella ya no se las puede morder, cariño.
Con la misma anormal persistencia, los conocimientos que teníamos de Cecilia también crecieron después de su muerte. Pese a que apenas hablaba y nunca había tenido amigos de verdad, todo el mundo conservaba recuerdos muy vivos de ella. Algunos la habían sostenido cinco minutos en brazos cuando era pequeña mientras la señora Lisbon volvía corriendo a su casa a recoger el bolso que se había olvidado. Otros habían jugado con ella en la arena o se habían peleado con ella por una pala o se habían exhibido ante ella detrás de la morera que crecía como carne informe entre la cerca de alambre. Y no faltaba quien había hecho cola con ella para vacunarse de la viruela, quien le había enseñado a saltar a la comba o a buscar culebras, quien había impedido alguna vez que se arrancara las costras y quien le había advertido que no tocara el caño de la fuente de Three Mile Park con la boca cuando bebiera agua. Finalmente, estaban aquellos que se habían enamorado de ella, aunque jamás se lo habían dicho a nadie porque todos sabíamos que era la hermana rara de la familia.