Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más de lo que hubiera soñado regalarle a su hija el próximo cumpleaños. La revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedras brillantes formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.
Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia la subió al vestidor de Mariana, la dobló, y la dejó en el casillero de las remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulita cumpla años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su patrona se lo dijera.
Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. "Las Damas de los Altos", se hacían llamar, y estaban armando una fundación. Teresa Scaglia, Carmen Insúa y Nane Pérez Ayerra. Trataban de interesar a Mariana para que se sumara a su cruzada. "Lo que más necesitamos son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podes creer?", dijo la que había elegido té de mango y frutilla. "Qué increíble…", dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más agua caliente. "Tenes que venir un día, Mariana, y tenés que traer a tus chicos, para que vean lo que es la realidad, porque si no los criamos como en una burbuja." Y Mariana asintió y se quedó pensando qué le pasaría a Romina cuando los viera, porque Romina había sido como ellos, o peor que ellos, pensó, había sido Ramona, seguía siéndolo en el fondo de esos ojos oscuros que le daban miedo. En cambio Pedro siempre fue de ella, desde el primer momento. "Gracias, Antonia, por ahí está bien", le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de recambio para la tetera.
Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba era la remera negra con piedras brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos en desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. "Poneme esa ropa en una bolsa que la va a pasar a buscar Nane Ayerra." Antonia no entendió, no era lo que Mariana solía hacer con su ropa en desuso, si siempre le daba todo a ella para que lo llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. "¿Sabes quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el otro día." Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por qué esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una mona rubia. Si una señora así tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar, buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto, Mariana la detuvo. "Ah, y si querés, el viernes al medio día en la casa de Nane hacemos una feria americana para juntar fondos para el comedor infantil. Es exclusiva para empleadas domésticas, así que quédate tranquila que van a ser precios reconvenientes. Todos, con mucho o con poco, tenemos que ser más solidarios, ¿no te parece?" Antonia asintió, pero no sabía si le parecía porque mucho no había entendido. O no había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la podía comprar. Precios convenientes, había dicho la señora. Ella no sabía qué era precios convenientes para su patrona. Hasta diez, ella podía. O hasta quince, porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos puntadas el agujerito ni se vería.
El viernes Antonia fue a la feria, a la hora de la siesta, cuando terminó de trapear la cocina. Adentro había dos o tres chicas que conocía de tomar el colectivo los sábados al mediodía. Las saludó, pero no se pusieron a charlar. Estaba la rubia mona, la dueña del garaje donde habían puesto la ropa, y tres mujeres más que conocía de haberlas visto en la casa de su patrona. Charlaban, se reían y tomaban café. Cada tanto se acercaban para contestar cuánto valía alguna prenda. Una de las chicas del colectivo eligió un vestido de seda rojo coral. Era lindo, pero tenía dos manchitas en el ruedo, parecía lavandina. Si fuera azul ella lo arreglaba, una vez se le mancharon de lavandina los pantalones de gimnasia de Romina, les pasó birome, y Mariana nunca se dio cuenta. A Romina se le había ocurrido cuando la vio preocupada por la mancha. Romina siempre la ayudaba, era arisca pero inteligente la chica, no como ella, pensó. Ese rojo era muy difícil. Le cobraron cinco pesos a la chica del colectivo. A Antonia le pareció que si esos eran los precios, la iba a poder comprar. Pero no vio la remera de brillos de su patrona por ninguna parte. Revisó todas las pilas y no la encontró. Se atrevió a preguntar, eran demasiadas las ganas. "Remera negra, creo que no hay ninguna. ¿Vos viste alguna remera negra como para ella, Nane?", le preguntó otra de las señoras. "No, negra no hay. ¿Pero por qué querés negra? Ese color no te va a lucir, te va a apagar. Llévate algo que te levante un poco, que te dé brillo en la cara. Fijate en aquella pila", intervino Teresa. "No es para mí, es para mi nena", dijo Antonia, pero no la escucharon porque ya estaban otra vez charlando entre ellas.
Antonia siguió recorriendo las pilas, pero sin buscar. Si no era la remera negra de la señora, no iba a ser nada. Ella quería esa, la que le iba a regalar a Paulita. "Gracias", dijo y salió con las manos vacías. Durante los días siguientes Antonia pensó varias veces en la remera que no fue suya. Se preguntaba quién se la habría llevado. Ese fin de semana preguntó en el colectivo, pero nadie la había visto. Después se olvidó, "al fin y al cabo una remera no le cambia la vida a nadie", pensó.
Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. A Romina le había comprado un disfraz de bruja para que saliera a decir "Sweet or trick"por las puertas vecinas, pero desde que había llegado del colegio se había encerrado en su cuarto y Mariana no estaba dispuesta a rogarle. Pedro todavía era muy chico para salir a pedir y lloraba cuando veía gente disfrazada. A la puerta de los Andrade golpearon varias veces. Hijos de amigos, compañeros del colegio de Romina, "chicos con ganas de divertirse sanamente", le dijo Mariana a su hija a modo de reproche. Los caramelos los compraba en el súper unos días antes, y los guardaba en el mueble del living, donde se escondía todo lo que Mariana no quería que se consumiera. Para las nueve de la noche ya habían pasado tres grupos de chicos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez. Antonia fue a atender con la orden de repartir los caramelos que quedaban y despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena. Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban del baúl de una cuatro por cuatro que manejaba Nane Pérez Ayerra. Ella también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer otra cosa que mirar a su hija, una nena de unos ocho años, disfrazada de bruja, con uñas plateadas y colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la remera de las piedritas brillantes que había sido de su patrona. "Te quería mostrar esto", le dijo Nane a Mariana cuando ésta se asomó. "¡No te creo que es mi remera!" Antonia dijo: "Sí, es", pero nadie la escuchó. "Viste cómo son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver, ¿no?" La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos de la bolsa que Antonia sostenía. "La dejo sacarse el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta." "Ay, si le gusta tanto dejala que se la quede. Es un regalo de la tía Mariana", le dijo y se agachó a darle un beso. "Bueno, pero si es así, vas; tener que elegir una de tus remeras y dármela a cambio, porque todos tenemos que aprender a ser solidarios desde chiquitos si queremos que este mundo cambie, ¿o no?", le dijo su madre, pero la chica no pudo contestar porque tenía la boca ocupada por un caramelo de dulce de leche gigante que no podía terminar de masticar. Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos concéntricos Pero por suerte no era en lugares muy destacados dos en un costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del busto. Le dio pena, antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos piedritas, en la próxima feria iba a estar más conveniente, como decía su patrona. La mercadería fallada siempre vale menos, pensó.