Apenas si escuchó lo que le decían. Si al menos ella también estuviera jugando al burako su mente se ocuparía en otra cosa. Le gustaba jugar. Al burako y al rummy. Aunque ese día no habría podido armar ni una pierna. A Carmen le gustaba armar escaleras. Si era posible, rojas. No le importaba tanto ganar como hacer escaleras, lo más largas posibles. Pero esta vez ella no jugaba. Marcó otra vez el número de Alfredo. Seguía apagado. Pidió un cigarrillo. Hacía varios años que había dejado de fumar, pero lo necesitaba como si nunca lo hubiera abandonado. Pensó en una copa de vino, pero no era el lugar apropiado. Mientras esperaba que alguna pareja terminara su partido, sacó de la cartera el resumen de la tarjeta de Alfredo y lo volvió a revisar, con la esperanza de haberse equivocado. Hotel Sheraton, trescientos dólares, 15 de agosto. Sintió el mismo vacío en el estómago que había sentido esa mañana cuando lo había descubierto. Sobre la mesa de luz de Alfredo, al alcance de cualquiera. Después de eso lo leyó una, diez, veinticinco, mil veces. Y siempre decía lo mismo. Hotel Sheraton, trescientos dólares, 15 de agosto. Justo cuando ella había viajado a Córdoba a un torneo de burako a beneficio ya no se acordaba de qué o quién. Lo había llamado esa noche y no había contestado nadie. Los chicos estaban en Pinamar con los padres de unos compañeros de colegio, y la mucama de aquel entonces había renunciado inesperadamente. Alfredo dijo que se había acostado muy temprano porque se moría de dolor de cabeza. Claro que no había dicho ni dónde ni con quién. Ella le había creído. Ese fin de semana se jugaba el torneo de golf más importante del club, y Alfredo no se lo hubiera perdido ni por la mujer más seductora del mundo. O sí. "Anótanos mil quinientos setenta puntos. ¿Ahora contra quién nos toca?" Carmen revisó la planilla. No encontraba dónde mirar. Se le cruzaban los nombres de las parejas. Anotó. "Te toca con la pareja nueve, cuando terminen de jugar en la mesa diez", dijo, no demasiado segura. Teresa la observaba, le sacó la planilla donde había anotado el puntaje. Tachó donde Carmen había escrito trescientos. "¿Mil quinientos setenta, dijiste?", les preguntó a las jugadoras antes de que se fueran. Carmen se paró. Teresa la miró y ella no supo qué hacía ahí parada. "Me voy a fumar un pucho afuera", dijo, y salió con el celular y el resumen de la tarjeta.
Desde la terraza que da al hoyo 9 llamó al hotel. Dijo que era la secretaria del señor Alfredo Insúa. "El señor Insúa dice que el importe que le debitaron de trescientos dólares no es correcto y que quiere un detalle de los gastos", mintió. Le dijeron que le iban a mandar una copia de la factura por fax. Carmen dio el teléfono de su casa, cortó y se sentó otra vez junto a Teresa. "¿Todo bien?", le preguntó su amiga. "Sí, todo bárbaro", contestó ella.
Una mujer que jugaba en la mesa frente a la ventana que da al jardín de invierno se quejó de que las contrarias se hacían señas. Las otras se enojaron. Discutieron. El resto miró, pero nadie intervino. Carmen llamó otra vez al celular de Alfredo. Una de las mujeres se paró y se fue. El celular esta vez sí sonaba. La compañera de la mujer enojada trató de detenerla. Alfredo dijo "hola", Carmen no supo qué decir y cortó. Se terminaron yendo las dos, la enojada y su compañera. Alfredo iba a saber que era ella la que lo había llamado. Las participantes abandonadas se acercaron a la mesa. Carmen estaba sola, Teresa había pasado del lado del té a organizar la entrega de premios. "Increíble la desfachatez de estas mujeres, ¿vos las viste?; anota que ganamos por walk over. En esto hay walk over como en el tenis, ¿no?" Sonó el celular de Carmen y ella atendió sin llegar a contestarle a la mujer. Era Alfredo. "Sí, se cortó, se ve que acá no hay buena señal." Alfredo le dijo que llegaba tarde, que no lo esperara despierta. Carmen tachó a la pareja que se fue de la planilla. "Sí, bueno, igual yo acá tengo para un rato, y después tenemos que organizar la recaudación… Sí, nos fue bárbaro…”
La pareja ganadora se llevó dos collares de plata y circones que había donado la joyería Toledo. Las demás aplaudieron. Teresa y Carmen las ayudaron a abrochárselos en el cuello. Las mujeres posaron para la foto, una vez solas y otra vez con ellas. El té se le hizo interminable. Carmen llamó a su casa y habló con la empleada; hacía varios meses que trabajaba para ella, pero después de que Alfredo hizo echar a Gabina, su empleada de toda la vida, no encontró otra que le resultara confiable y por distintos motivos todas le duraban poco. "¿No te llamaron para pedir señal de fax?… Okey.… si te llaman y te piden señal, te quedas parada al lado del teléfono y cuando termina de pasar el papel, lo cortas, lo doblas y lo pones en el cajón de mi mesita de luz. ¿Entendiste? A ver, repetímelo, por favor…" La empleada repitió. Carmen no pudo escuchar una parte porque se acercó una participante a pedirle el vuelto que le debía. Cortó. Buscó el vuelto. Le faltaban dos pesos. "Deja, déjalo para el comedor."
Un rato después, el salón quedó vacío y con olor a cigarrillo. Dos mujeres de la limpieza barrían y acomodaban las mesas. Teresa y Carmen contaban la plata. Sonó el celular de Carmen. Era su empleada, había llegado el fax, se había quedado parada al lado mientras salía el papel, no… los chicos no estaban, lo había cortado, doblado y guardado en el cajón de su mesita de luz. Carmen se apuró a guardar lo recaudado en la cajita de metal y cerrarla con llave. Era más de lo que esperaban. Un poco más de lo que había gastado su marido aquella noche. "Ver que hay tanta gente generosa te levanta el ánimo, ¿no?", dijo Teresa. "Sí", contestó ella, "hay mucha gente generosa".
Apagaron las luces y salieron. Estaba por meterse en el auto y dudó. Se acercó al de Teresa. "¿Querés ir a comer algo? Hoy Alfredo llega tarde."
15
El año 98 fue el año de los suicidios sospechosos. El del que había pagado las coimas del Banco Nación, el del capitán de navío que había intermediado en las ventas de armas al Ecuador y el del empresario de correo privado que había retratado el fotógrafo asesinado. Pero ninguno de estos hechos tuvo alguna incidencia ni en nuestras vidas ni en la de Los Altos, más que impresionar por un rato a quien leía el diario a mañana o miraba el noticiero.
Nosotros seguíamos hablando de nuestras cosas. De Ronie Guevara, por ejemplo. Para esa época todos nos habíamos dado cuenta, pero a Virginia le llevó más tiempo, como el marido engañado que siempre es el último en enterarse: Ronie ya no volvería aportar a la economía familiar más que algunas ilusiones cargadas de gastos. El sostén familiar era ella y mantener su inmobiliaria en la clandestinidad no hacía más que perjudicarla. Algunos confundían; trabajo con "favores", y en más de una oportunidad hubo quien se mostró asombrado y hasta ofendido cuando ella intentaba cobrarle una comisión. "Si y al dueño de la casa también lo conozco, ¿por qué te tengo que pagar una comisión?" O aquel que en lugar de pagarle se le apareció con una cartera de su propia fábrica, que no alcanzaba ni a cubrir los gastos de Virginia, "y para colmo fea", como dijo Teresa Scaglia. "Ese día, en que hay que poner sobre la mesa los billetes, el 'amigo' ingresa directo a otra categoría a la que todavía no le encuentro nombre adecuado", escribió después en su libreta roja. El precio de los terrenos subía con la euforia de bienestar de los 90, y Virginia no quería perderse la euforia. Nadie se la quería perder. Todos especulábamos con cuánto aumentaba día a día el precio de nuestras casas y hasta dónde podía llegar. Cuando multiplicábamos la superficie de nuestros inmuebles por el valor de los metros cuadrados sentíamos un placer que pocas otras cosas producían. El placer provocado por un algoritmo. Porque no pensábamos venderle nuestras casas a nadie. El cálculo, esa simple multiplicación, era la que producía el efecto.