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Finalmente, un día, cuando ya nadie lo creía posible, apareció el buen rival para el Tano Scaglia. Gustavo Masotta. Estacionó frente a mi local recién estrenado en diagonal a la entrada de La Cascada, fuera de horario, en el preciso momento en que, a puro golpe, me esforzaba por que cerrara la puerta principal hinchada de humedad. Un procedimiento que repetía todas las tardes, dar un golpe seco al picaporte y una patada a la base, casi simultáneamente, y luego vuelta a la llave que entonces giraba suave como si la dificultad nunca hubiera existido. Lo hacía automáticamente, como un ritual, y de repetido ya casi no me importaba que el carpintero nunca hubiera aparecido para cepillar la madera sobrante. De alguna manera me terminó gustando. Como cuando uno conoce un defecto de sí mismo y le produce cierta fascinación mantener el secreto con los demás, engañarlos. Hasta esa tarde el engaño había funcionado, y me había cuidado muy bien de no patear la puerta delante de un cliente. Por eso me llené de malhumor cuando me di cuenta de que Gustavo Masotta estaba ahí. Lo vi en el momento en que se acercó a ayudarme a juntar las cosas que había depositado en el piso para dedicarme con comodidad al ritual de la puerta. Mi libreta roja, una pila de carpetas, el celular, papeles sueltos, llaves de casas en alquiler o a la venta, sobres de servicios por pagar de clientes y míos, una crema de manos, no soporto tener las manos resecas, el yogur que no había tenido tiempo de comer. Una muestra despareja pero inequívoca de mi natural desorden. "Está hinchada", dije señalando la puerta y sin saludar. Él tampoco saludó. "Necesito alquilar una casa por un año o dos", dijo mientras levantaba mis cosas del piso.
"Una comisión inmobiliaria, por mínima que sea, es lo suficientemente deseada, aleatoria e imprevisible como para no atarse a horarios", dice mi libreta roja en el capítulo dedicado a "Comisiones y otros padecimientos". Pero esa tarde estaba citada en el colegio de Juani, y eso me había tenido preocupada todo el día. A fin de año no me habían querido aceptar la reinscripción, Juani pasaba a octavo grado y la psicopedagoga del colegio consideraba que no estaba lo suficientemente preparado como el resto de sus compañeros. No había sido clara, ni había dicho exactamente qué lo diferenciaba. Creo que de alguna manera el episodio de años atrás, aquel dibujo de Fernández Luengo arriba de su perro, pesaba en la carpeta de antecedentes de mi hijo. Aunque ella no se hubiera atrevido a mencionarlo. Tendría que haberle hecho caso a Ronie en aquel momento. Él insistía con que había que ir al colegio y contar la verdad de aquella historia, pero yo me opuse. Lo que hiciera Fernández Luengo dentro de su casa era cosa de él, y que Juani lo espiara a través de su ventana no era justificable. Eso le dije, a Ronie. Pero en realidad no era eso. Tenía miedo. Sabía que no era fácil meterse con mi vecino. Lo tenía anotado en la ficha de su casa con letras rojas. Era un tipo poderoso, uno de los abogados que más sabía en el país de contrabando. De cómo no caer en la cárcel acusado de contrabando. Conocía a todos en la aduana que fuera y en el juzgado federal que fuera. Pensé que si se llegaba a enterar de lo que había hecho nuestro hijo podría hacernos daño. No sabía qué, si yo ni siquiera compro en el free shop, pero estaba asustada. Tal vez difamarme y que no pudiera vender una casa más en La Cas cada. O hablar mal de Ronie y que las pocas posibilidades que tuviera de hacer alguno de sus negocios se esfumaran. O inventar algo malo acerca de Juani. Hacer victimaria a la víctima. Lo convencí de no decir nada. Si de todos modos Juani no volvería a hacer lo que había hecho. Nos ocupamos de explicárselo muy bien. "Volvés a dibujar a alguien, a quien fuera, en bolas, y te parto la cara", le dijo Ronie. Y lo cambiamos de cuarto. A uno más chico, pero que daba a nuestro parque. Sacando aquel episodio, no había antecedentes concretos para negarnos la reinscripción, aunque ése tampoco lo fuera. Sus notas de castellano no eran brillantes pero tampoco merecían un castigo. En inglés sólo tenía problemas con geografía e historia. Debo reconocer que durante el año no le había dado demasiada importancia, nunca sospeché que saber qué rey reemplazó a qué otro en Inglaterra, o cuál es el clima en el norte de Irlanda fuera tan importante para su desarrollo. Pero quedarse fuera de ese colegio sí lo era, porque, malo o bueno, era quedarse fuera del mundo en el que vivíamos. Técnicamente no lo podían hacer repetir porque en castellano había aprobado, así que a fin del año pasado y con muchas vueltas me sugirieron que lo cambiara de colegio "para no pasar ni él ni ustedes por el sacrificio de hacerlo estudiar tanto en las vacaciones". Ni Ronie ni yo estuvimos de acuerdo. Lo hicimos estudiar geografía e historia inglesa todo el verano. Se negó a que le pusiéramos una maestra particular y lo ayudaba Romina, la hija de los Andrade, que para sorpresa de su madre era una de las mejores alumnas de la división de las nenas. Se habían hecho muy amigos desde que la chica apareció por el barrio y el colegio. "Dios los cría", me dijo un día la madre y yo no tuve la valentía de pedirle explicaciones. Ese día, el día que apareció Gustavo Masotta en la puerta de mi oficina, me iban a dar una respuesta definitiva acerca de la reinscripción. Una respuesta que yo venía esperando con más ansiedad que la concreción de cualquier operación inmobiliaria. Era consciente de que el hecho de haberme atrasado tantas veces con las cuotas no iba a ayudar. Pero finalmente siempre pagué, y con sus intereses. "La espero", dijo Masotta. "Es que no tengo ni idea de cuánto tiempo me va a llevar esa reunión", dije. Aunque en realidad lo que me acobardaba no era la demora sino el humor con el que volvería. No soy de humores fáciles, pero sí predecibles. No iba a aceptar que Juani se tuviera que cambiar de colegio, ya me sentía lo suficientemente distinta de nuestras amistades como para agregar circunstancias. El Lakelands se jactaba de ser "el colegio que garantiza el mejor inglés de la zona". Yo quería que Juani tuviera tan buen inglés como el resto de los chicos que lo rodeaban, y todos esos chicos iban al Lakelands. Muchas veces me había preguntado si la dificultad de Ronie para reinsertarse en el mercado laboral no habría tenido que ver con su falta de manejo del idioma. Yo tampoco sabía una palabra de inglés, pero para vender casas no me hacía falta. Y no quería que mi hijo terminara vendiendo casas. Para mí estaba bien, a mí me gustaba, pero para Juani no. Para Juani había imaginado otro futuro, no sabía cuál, pero uno distinto del mío.
Gustavo me extendió la última carpeta. Tenía las uñas mordidas, lo que desentonaba con el cuidado de su aspecto general, hasta le sangraba el costado del dedo mayor, como si recién se hubiera arrancado un padrastro. "En serio, puedo esperar, necesito resolver este tema", y dudé a qué se refería cuando decía "este tema". No parecía que se refiriera sólo al alquiler de una casa. Pero mi tema me importaba más. "¿Por qué no armamos una reunión para el fin de semana? A esta hora casi no hay luz y Altos de la Cascada con luz es otra cosa. La luz artificial no alcanza para darse cuenta de lo que es este lugar; este lugar es único." Le extendí mi tarjeta sin darle opción a otra alternativa que dejar el encuentro para mejor ocasión. Me subí al auto y me fui.
Sabía que lo más probable era que hubiera perdido un cliente, pero si no lo había perdido en ese momento, lo perdería a mi regreso, sumergida en el fastidio que me producía, por aquel entonces, que me marcaran mis imperfecciones o aquellas de las que me sentía responsable. Las de mi hijo. Con el tiempo y la supuesta gravedad de esas imperfecciones, el fastidio se convirtió en dolor, pero no en dolor emocional, en dolor real, físico, una puntada en el medio del pecho como si el esternón estuviera a punto de ser partido al medio. Y luego el dolor en callo. Y el callo en nada. Tal vez en una amputación.