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Si uno levanta la cabeza no ve cables. Ni de luz, ni de teléfono, ni de televisión. Y por supuesto que hay de las tres cosas, sólo que corren bajo tierra, ocultos, para preservar a Los Altos y sus habitantes de la contaminación visual. Los cables corren junto a la cloaca, en un zanjado paralelo. Los dos ocultos bajo tierra.

Tampoco se permite dejar a la vista tanques de agua, que son camuflados detrás de falsas paredes que los envuelven. Ni ropa tendida. La Oficina Técnica del barrio debe aprobar, junto con los planos de la casa, el lugar elegido para tender la ropa, y si con posterioridad el vecino usa un sector que permite ver la ropa lavada desde las casas lindantes y alguien lo denuncia, es multado.

Las casas son diferentes, ninguna casa pretende ser abiertamente copia de otra. Aunque lo sea. Imposible no parecerse cuando se deben respetar estéticas semejantes. O porque lo dice el código edilicio, o la moda. A todos nos gustaría que nuestra casa fuera la más linda. O la más grande. O la mejor construida. Por estatuto, todo el barrio está dividido en sectores donde sólo puede hacerse un tipo de casas, definido por su aspecto exterior. Está el sector de las casas blancas. El sector de las casas de ladrillo. El sector del techo pizarra negro. Uno no puede construir una casa de un tipo en un sector determinado como de otro. En una vista aérea el club se ve repartido en tres manchas: una roja, una blanca y una negra.

En el sector de ladrillo están los dormís, especie de departamentos donde duermen los socios que sólo vienen los fines de semana y no quieren mantener una casa. Vistos desde lejos, los dormís parecen tres grandes chalets, y sin embargo son muchos cuartos pequeños, distribuidos en las tres moles, con un cuidado jardín al frente.

Y una característica más, tal vez de las más llamativas del barrio donde vivimos: los olores. Los olores del barrio cambian con las estaciones. En septiembre todo huele a jazmín de leche. Y no es una frase poética, sino puramente descriptiva. Todos los jardines de La Cascada tienen por lo menos un jazmín de leche para que florezca en primavera. Trescientas casas, con trescientos jardines, con trescientos jazmines de leche, encerradas dentro de un predio de doscientas hectáreas, con alambrado perimetral y seguridad privada, no es un dato poético. Por eso en primavera e aire se siente pesado, dulce. Empalaga a quien no está acostumbrado. Pero en algunos de nosotros genera una especie de adicción, o atracción, o nostalgia, y cuando nos vamos estamos deseando volver para respirar otra vez ese olor a flores dulces. Como si no se pudiera respirar bien en ningún otro lado. El aire en Altos de la Cascada pesa, se siente, quienes vivimos aquí es porque nos gusta respirar así, con las abejas zumbando detrás de algún jazmín. Y aunque con cada estación cambia el perfume, la sensación de querer respirar ese aire se mantiene intacta. En verano La Cascada huele a pasto recién cortado y regado, y a cloro de las piletas. El verano es la estación de los ruidos. Chapuzones, gritos de chicos que juegan, chicharras, pájaros quejándose del calor, música que se cuela por las ventanas abiertas, algún solitario tocando la batería. Ventanas sin rejas, en La Cascada no hay rejas. No hacen falta rejas. Mosquiteros sí, para que no molesten los insectos. El otoño huele a ramas podadas, recién cortadas pero frescas, nunca dejar que se pudran, hay hombres con buzo verde y el logo de Altos de la Cascada recogiendo hojas y ramas después de cada tormenta de lluvia o viento. Las huellas de las tormentas desaparecen muchas veces ante; de que hayamos tomado el desayuno y salido para e trabajo, la escuela o una caminata matutina. Apenas si nos enteramos por el piso húmedo, y el olor a tierra mojada. Hasta a veces dudamos de si la tormenta que nos despertó la noche anterior realmente existió o la soñamos. Y en invierno, el olor de los leños quemándose en las chimeneas. Olor a humo y eucaliptos; y el olor más privado y más secreto, el de la propia casa. El que se compone de una mezcla que sólo cada uno de nosotros conoce.

Los que venimos a vivir a Altos de la Cascada decimos que lo hacemos buscando "el verde", la vida sana, el deporte, la seguridad. Excusados en eso, inclusive ante nosotros mismos, no terminamos de confesar por qué venimos. Y con el tiempo ya ni nos acordamos. El ingreso a La Cascada produce cierto mágico olvido del pasado. El pasado que queda es la semana pasada, el mes pasado, el año pasado "cuando jugamos el intercountry y lo ganamos". Se van borrando los amigos de toda la vida, los lugares que antes parecían imprescindibles, algunos parientes, los recuerdos, los errores. Como si fuera posible, a cierta edad, arrancar las hojas de un diario y empezar a escribir uno nuevo.

4

Nosotros nos mudamos a La Cascada a fines de los ochenta. Teníamos nuevo presidente. Tendríamos que haberlo tenido a partir de diciembre pero la hiperinflación y los saqueos a los supermercados hicieron que el anterior dejara el sillón antes de terminar el mandato. Por aquella época, la movida hacia los barrios cerrados de la periferia del gran Buenos Aires ni siquiera había arrancado. Eran pocos los que vivían en forma permanente en Altos de la Cascada, o en cualquier otro barrio cerrado o country. Ronie y yo fuimos de los primeros que nos atrevimos a dejar para siempre el departamento en la Capital a cambio de instalarnos allí con toda la familia. Ronie al principio dudó. Mucho viaje, decía. Fui yo la que insistí, estaba segura de que vivir en La Cascada nos iba a cambiar la vida, de que necesitábamos cortar con la ciudad. Y Ronie terminó aceptando.

Vendimos una casa de fin de semana que habíamos heredado de la familia de Ronie, una de las pocas cosas de esa herencia que nos quedaba por vender, y compramos la casa de los Antieri. Fue, como me gusta decir a mí, "un negocio redondo". Y el primer indicio de que la cosa de comprar y vender casas me gustaba, lo llevaba adentro. Aunque por ese entonces no sabía tanto del negocio como ahora. Antieri se había suicidado dos meses atrás. La viuda estaba desesperada por dejar cuanto antes la casa donde su marido, y padre de sus cuatro hijas, se había volado los sesos. En el living. Un living chico, con el comedor incorporado en ele. Casi todas las casas de las primeras épocas en Altos de la Cascada y en otros countries similares tenían livings pequeños. Es que en aquella época, hablemos de los 50, los 60 o hasta los 70, no se tenía una casa tan lejos de Buenos Aires para recibir gente y hacer reuniones sociales. La Panamericana como la conocemos hoy, con su doble carril y asfalto impecable, no existía ni en sueños. Si se invitaba a amigos o parientes, era a la aventura de pasar un día de campo, se aprovechaba el jardín, la zona de deportes, se los llevaba a andar a caballo o a jugar al golf. La época de mostrar alfombras importadas y sillones comprados en las mejores casas de Buenos Aires llegaría varios años después. Nosotros nos mudamos en un tiempo intermedio, no eran los 60, pero tampoco se habían instalado los 90. Aunque era fácil darse cuenta de que estábamos mucho más cerca de éstos que de aquéllos, no sólo por una cuestión cronológica. Terminamos tirando una pared y agrandamos unos metros el living aprovechando un escritorio que sabíamos que no íbamos a utilizar.

Lo de Antieri fue un domingo al mediodía. Los gritos de la mujer se escucharon desde la cancha de golf. La casa está casi frente a la salida del hoyo 4, y todavía hoy Paco Pérez Ayerra, en aquella temporada capitán de la cancha, cuenta cada tanto la historia del long drive que tiró fuera de límite porque los gritos estallaron justo cuando su madera 1 impactaba en la pelota. Decían que Antieri había sido militar o de la marina, o algo así. Nadie sabía muy bien qué. Pero de uniforme. No se daban mucho con sus vecinos, no hacían deporte, no iban a las fiestas. Sus nenas sí, poco, cada tanto se las veía. Pero ellos no tenían vida social. Venían los fines de semana y se encerraban en esa casa. Los últimos tiempos él se quedaba toda la semana, solo, con las persianas bajas, dicen que limpiando su colección de armas. No hablaba con nadie. Por eso no creo que haya que buscar motivos concretos ni darle demasiado crédito a esa versión que corrió por el barrio que cuenta que Antieri había amenazado volarse los sesos según el resultado de las elecciones del 89. Esa amenaza la había hecho un actor y la había cumplido, salió en todos los noticieros; alguien juntó una anécdota con la otra y echó a andar el rumor.