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Avancé diez páginas en mi libreta roja. "1997, crisis asiática. Caen Juan Manuel Martínez y Julio Campinella." La casa de Campinella la compra Ernesto Andrade, que ese año despegó definitivamente, cambió su Ford Mondeo por un Alfa Romeo, compró una Van para Mariana, y un carrito de golf para la empleada y los chicos. Dicen que hizo no sé qué operación con no sé qué bonos. O que se quedó con unos bonos de una operación. O que fue a juicio por unos bonos. No entendí, pero a mí la comisión me la pagó en efectivo.

Unas cinco páginas después, "1998, Efecto Vodka". Y dos páginas más adelante, "1999, Efecto Caipirinha". Parecía que la cosa venía por el lado de la bebida, volví a la página de Urovich y donde había dejado el blanco, junto a la palabra "Efecto" escribí: "Mate cocido". No se me ocurría una bebida alcohólica auténticamente nuestra. Y no sé por qué cocido, pero mate solo me sonaba a poco. Volví a la página de la Caipirinha, el último efecto al que se le había puesto nombre. El banco donde trabajaba Roberto Quevedo se iba del país y él se había quedado sin trabajo. Todavía no ponía la casa en venta pero lo estaba evaluando. El fondo que había comprado la empresa de retail donde Lalo Richards era gerente de operaciones había sacado ya del país una rentabilidad más que satisfactoria y se iba. La empresa estaba a la venta, pero tan endeudada que era improbable que alguien quisiera comprarla. Lalo había hecho tasar su casa porque sospechaba que se presentarían en concurso de acreedores y ni siquiera recibiría una indemnización. El caso de Pepe Montes, similar a los anteriores. Y el de los Ledesma, igual. Y los Trevisanni. Es que el error de muchos de nuestros vecinos fue creer que se podía vivir eternamente gastando tanto como se ganaba. Y lo que se ganaba era mucho, y parecía eterno. Pero algún día se corta el chorro, aunque nadie lo hubiera sospechado hasta no verse enjabonado en medio de la bañadera, mirando hacia la flor de la ducha de donde no cae ya ni una gota de agua.

El vértigo de la década que terminaba me tenía impresionada. Cuando yo era chica la plata tardaba más tiempo en pasar de mano en mano. Había familias, conocidas nuestras, de mucho dinero, apellidos repetidos en distintas combinaciones dobles, generalmente gente con campos. Esos campos pasaban a sus hijos, que ya no los trabajaban sino que ponían peones, pero que todavía podían sacar una buena renta aunque la suma se repartiera entre varios hermanos. Pero esos hermanos también se morían algún día, entonces las tierras pasaban a los nietos, y había más peleas, más gente entre quien repartir, y menos renta. Lo que le terminaba tocando a cada uno no alcanzaba para no trabajar, y los campos se terminaban loteando o perdiendo. Pero, así y todo, aunque nadie tenga nunca asegurado nada, tenían que pasar dos o tres generaciones para que la plata que se creía segura resultara no serlo. En cambio, en los últimos años la plata cambiaba de dueño dos o tres veces dentro de una misma generación, que no terminaba de entender qué estaba pasando.

Escribí: "2001, Efecto Mate cocido, se van los Urovich, los siguen", tres puntos suspensivos.

41

Lala miró a su alrededor. El jarrón azul que le había regalado Teresa Scaglia, la lámpara imitación Tiffany que había comprado hacía menos de un año, el fanal de cristal en medio de la mesa ratona. A un costado Ariana peinaba casi obsesivamente una de sus Barbies. Pensó en cuando ella tenía ocho años. En esa época no existían las Barbies. Ella tenía muñecas Piel Rose. Le hubiera gustado tener ocho años ahora y preocuparse por ninguna otra cosa que peinar una muñeca. Completó el formulario y lo envió por mail. Esa misma tarde la llamaron, si era urgente podían organizar todo para el fin de semana próximo. Lala quería hacerlo cuanto antes. No la urgía el viaje, los pasajes eran recién para dentro de casi dos meses, pero si se iban a ir quería que esa casa se vaciara de una vez por todas. Mientras estuvieran sus cosas, la casa la sujetaba. Y no podía sentirse sujeta. Cada cosa alrededor de ella tenía una historia, con sólo mirarlas se le disparaba un recuerdo. Y con el recuerdo, bronca, casi odio, no podía precisarlo, ni encontrarle razón o sentido. Mucho menos evitarlo. Sólo sabía que no quería verlas más. No quería nada que le recordara la vida que había llevado los últimos años y que no podía seguir llevando. "Hace un Garage Sale, te sacas todo lo viejo en un solo día, y con esa plata compras allá lo que querés", le sugirió Teresa Scaglia, y le consiguió el número de la empresa con la que Liliana Richards había vaciado el departamento de su suegra una semana después de fallecida.

La idea de ir a vivir a Miami se le había ocurrido a su padre. Lala al principio no lo tomó en serio. Y Martín ni siquiera lo oyó. No tenían nada en Miami, ni parientes, ni amigos, ni propuesta de trabajo. Ella ni siquiera sabía hablar inglés. "¿Por qué Miami?", preguntó Martín. "Porque es una ciudad donde se pueden hacer cosas, todo funciona bien, hay oportunidades de negocios dando vueltas por todas partes, lo respiras. En Miami, con plata, tenés un futuro. Acá en poco tiempo no vamos a tener nada", repitió Lala las palabras de su padre. Después de ocho años en una empresa multinacional, Martín se había quedado sin su puesto de Director de Planeamiento por una reestructuración interna que no lo incluyó en el nuevo organigrama. El despido los golpeó, no se lo esperaban, pero Martín tenía un excelente curriculum, un MBA en una universidad americana, y muchos contactos, era sólo cuestión de tener un poco más de paciencia, pensaba Lala a medida que el tiempo pasaba. Pero aunque ella tratara de mirar para adelante y seguir viviendo como si nada hubiera pasado, la paciencia de su marido era directamente proporcional a los ahorros acumulados, y mes a mes los gastos mensuales los consumían a ambos. Una noche Martín la sentó frente a él en el escritorio y le mostró una planilla llena de números. ¿Por qué su marido hacía una cosa así? No entendía. Lala nunca fue buena para los números. Lo escrito en el papel se le aparecía confuso y hasta borroso. Martín hablaba. Que el ochenta por ciento de sus ahorros estaban en bonos de la deuda, que los bonos cada vez cotizaban más bajo. Lala no podía seguirlo; él nunca le hablaba de porcentajes o de bonos. Que lo que les quedaba, si seguían viviendo en Altos de la Cascada, mandando a Ariana al mismo colegio, pensando que Ariel el año que viene tenía que empezar la facultad, manteniendo la misma frecuencia de salidas y recambio de ropa, sin dejar de jugar al tenis, al golf, de ir a pintura y a equitación, mucama y demás gastos, se acabaría en exactamente cinco meses. Lala sintió un mareo. No había captado los detalles, pero sí lo del plazo. Cinco meses era demasiado pronto. Cinco meses era el próximo verano. Cinco meses era poco antes del cumpleaños de Ariana. "¿Y qué vamos a hacer en cinco meses?", preguntó. "No sé", le contestó él. Lala lloró. Y en medio del llanto se acordó de su padre, y se secó las lágrimas. "Vendamos la casa, y con esa plata más lo que nos queda nos vamos a Miami, y ahí intentamos algo, un negocio, lo que sea, allá la plata trae más plata, acá sólo sirve para que te la roben." Y los gastos no serían tantos. Ariana iría al colegio del Estado, "porque allá se puede, son mejores que un privado acá, y ella es dócil, se adapta bien, no le va a costar el cambio, al contrario, no sabes todo lo que va a aprender Ariana allá". Alquilarían algo chico por un tiempo, no tendrían gastos de mucamas ni ningún otro servicio, reducirían las salidas o las suspenderían por un tiempo. "¿Y si hacemos todo ese ajuste acá?", preguntó Martín. "¿Acá? ¿Qué es hoy acá? Nos caemos, Martín, no existe más acá. ¿Te imaginas viviendo en un monoambiente y mandando a Ariana al Bernasconi de Parque Patricios?" "Yo fui al Bernasconi." "No es el futuro que habíamos planeado para nuestros hijos." "Vos no hablas inglés." "En Miami no hace falta. Si todos hablan español. Va a ser como estar acá, pero mejor, va a ser como cuando todo estaba bien." Y ya no lloró.